Es sublime el momento en que las olas brotan y se van arrastradas por el viento.
Parecen lágrimas escurriendo por la cara. Más al fondo, las cordilleras de agua forman la barrera con la que profanan el horizonte, desde donde quiera que se le mire.
Dijeron que había mal tiempo y era el bueno. Uno qué va a saber de eso. Que el mar estaba picado era muy cierto.
Cuando llueve, las he visto, las gotas son señoras que pasan apresuradas de reboso y todo, a encontrarse con el agua en su intermitencia. Yo dije eso cuando las ví pasar inclinadas en su profesión de lluvia.
Atrás de ellas vienen nubes recogiendo agua infinita. Y el agua tiende a caer como fruta líquida y madura. Seductora y seducida en una pequeña variable busca el mar, cada gota tuvo un sueño de esos.
El mar llena de agua las tardes de las casas, invade terrenos irregulares, solares baldíos. El agua fue monstruo un día. Al otro día el agua es un cristal diminuto. El agua sin embargo va y vuelve al recital tras la ventana, a los poemas nuevos y a los ojos llenos de parques recordados.
Uno se quita el sombrero, guardadas las proporciones, se despoja de la rutina de pagar la renta y se va a vivir a la playa. Uno teje la telaraña que ya traía, con la cual el día es una mariposilla.
Poco a poco el día se apodera de las sombras, las enguye atrás del escenario de fanáticos mirones. El sol quebró los vidrios y en el estallido audible para los caracoles desapareció. Afuera de eso el proceso continúo su algoritmo al rededor del mundo de cada uno.
Quedamos unos cuantos para ver las estrellas y para imaginar planetas. Quedamos los mismos de siempre. Los que recordamos haber visto pero no sabemos dónde, por si alguien nos pregunta. Sólo hacen encuestas, no quieren saber sus nombres, ni importa su historia que es un Best seller.
Poco a poco la tarde crece en su crepúsculo, en su lomo el mar deja que suban las aves como a un enorme barco. Llevan mis ojos. Mi ropa de niño. Llevan cordeles para enredar trompos. Sonrisas de las que nadie mira. Es la tarde señora. Es además mi barco y mi barrio.
Sobre el montón de montañas la tormenta hizo un arenque previo a su paso por la ciudad. Hizo un pequeño fondo marino. Luego se desató antes de oscurecer lo que había dejado el sol sobre el pavimento.
Anochece para ese entonces. El mar, lobo estepario escurre por su rumor, luego llueve como una religión.
La gente- siempre la hay- sale a sortear las gotas cuando caen y luego desaparecen como tales. Se juntan con otras gotas más grandes y eso las pierde. El agua es un charco, un vaso, un lago, un mar tranquilo, un océano quizás.
Y llueve. Se cierran las ventanas de repente. Se mueve el tiempo y alguien corre. Son unas cuantas gotas y después son muchas, llueve a cántaros y en la marquesina comienzan a mojarse los zapatos. No me había dado cuenta pero un escurrimiento ya oradó mi espalda. Alguien mojó mi cara y no supe a qué horas.
El mar está picado. Ya no hay valientes que pasen. Los carros escasean, uno que otro aventurero pasa despacio con los faros encendidos en lo que también se hace noche en cada casa.
Dicen que llovía como esta tarde. Y llueve como siempre. Desde que Francisco Javier Mina trajo el primer tenedor. El resto ha sido vanidad en el aire de los caracoles. Si vienes hazlo ahora, antes de que empiece a llover.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA