TAMAULIPAS.- Cuando se junta un sonido con otro, son como una persona con otra: hacen ruido y a veces música. A menos que se trate de una sinfonía, una armonía establecida en el silencio o como la lluvia hasta que se quita. El sonido musical se explica en su armonía y se declara en el compás regular y en la nota que crece, sube o baja de tono.
El ruido en cambio no se entiende ni suele explicarse. Dos personas que no armonizan se pelean cuando platican, uno va por una acera y la otra viene en contra.
Así es el ruido de contradictorio e irreverente, pues cubre los huecos de aire y los esparce sin sentido. Al identificar el ruido el hombre busca cierta música, algo que el oído finito acepte con gusto, pero encuentra lo inexplicable.
La música es inobjetable por ello, debido al arte y al placer que proporciona, a la sensibilidad encendida como una lampara iluminando un cuarto. Afuera, sin ser vista, la música existe ejecutada por la naturaleza. Ahí están el suave murmullo de la flauta de caña, el aire que obtiene matices de las ramas cuando se mesen. Amanece el coro de aves que con su trino son las voces que entonan y aclaran el sito donde se origina la música.
No falta el hombre que pasa silbando por lo bajo una canción desconocida pero entendida por los pájaros. Cuando no hay música hay otros sonidos que no son ruidos sino parte de la vida identificable para la sobrevivencia. Incluso necesarios. Solos e inexplorables.
Sonidos nuevos sin título, truenos y estallidos entre las montañas del viento que nos estremecen y cambian nuestro estado de ánimo, sonidos que aún no tienen nombre y que sólo una vez suceden o vuelven y se hacen canciones.
Hay por tanto ruido imperceptible y sonido presentido, nostalgia en el eco, voces extrañas del silencio más allá de los cuerpos vibratorios de los dioses, pronósticos de terremotos y de lluvias torrenciales que acuden si los pensamos.
Ambos, sonido y ruido, concurren al pensamiento y lo tornan objeto existente que se esconde en la memoria. Ambos son memoria ancestral, el transcurso de la vida los descubre a mitad de la calle. Y sin embargo lo que para unos es ruido, para otros es sonido rítmico, voz melodiosa y viceversa. Entre ambos está el auditorio, esa gran caja que es el universo. Las estrellas entonces tiritan y se escuchan a lo lejos, también son canciones, cuerpos de un arpegio.
Cuerdas bocales del viejo purgatorio del silencio. El sonido es arte y es placentero hasta que el volumen lo deshace, y entonces es instrancitable por los oídos humanos y se esparce como ruido en los tímpanos de un grupo de ciudadanos que ya no puede identificarle. Sin silencio no hay música y pensar que al ruido poco le importa.
La música puede ser ruido según sea la hora; mas eso al ruido tampoco le importa, el ruido es ruido a toda hora. Una vez reconocido y descubierto el ruido es combatido hasta que pierde por agotamiento del brazo que golpea o la extinción de la causa que lo produce. Una vez concluido, el ruido recoge sus herramientas y nadie aplaude ni pide su vuelta.
Al sonido musical curiosamente le ocurre lo mismo por ignorancia, pero se consolida como una tonadilla silbada, un vago deseo de subsistencia ante el sordo clamor de la nada. La sinfonía permanece entre los árboles, en las olas y vaivenes de la tormenta en la música inquebrantable de Bethoven.
El sonido y el ruido, luz y sombra, signos contrarios, techo y herrumbre, cielo abierto y suelo erosionado, sin pudores se juntan. Hacen el mundo como lo leemos y lo hemos visto, pues la memoria no distingue si no es análoga.
El sonido se escribe y se pronuncia; el ruido envidioso también lo hace. HASTA PRONTO.
CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA
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— Expreso (@ExpresoPress) January 5, 2021




