Centellearon los ojos aceitunados de Reynaldo Martínez, El Gallero. Entrecerró sus párpados –achalándo aún más sus ojos- y sentenció como palabra de Dios:
-¡No hubo pistolero más valiente en Reynosa, que Gerardo González!-
Le digo:
“¿Y… Chito Cano?.”
“¿Y… Toño el Aguacate?.” “¿Y…Dimas de León?.”
Con la sapiencia que le dio la vida al lado de esos épicos personajes del sub mundo fronterizo, y su capacidad poética para contar en octosílabos las andanzas de sus amigos
de tertulia en los más famosos bares y nigth clubs de la época, el trovador sentenció:
-Al lado de Gerardo, ¡eran puros cabrones!-
Debe saberlo muy bien El Gallero. Fue compadre de Ricardo del Fierro -quien le bautizó a su hija Erika Gabriela- y a quién le brindó el corrido que se convertiría en clásico y sería llevado al cine: La Dinastía de la Muerte.
Gerardo era un mocetón veinteañero en los años 70s. Había jugado futbol americano, a su paso por las escuelas del sur de Texas, en donde estudió hasta la preparatoria. Usaba un coche deportivo de dos plazas, con placas texanas. Era un joven de paso apanterado, que gustaba de llevar fajada al cinto una pistola escuadra calibre 45.
Era socio de un hermano de Chito Cano -Servando Cano- en un estudio de grabación de música norteña. Acostumbraba ir a tomar wiski con sus amigos a las tabernas de la zona rosa y algunas veces en los jadeantes centros nocturnos de la zona roja.
Un día, de algún verano, Gerardo departía con varios amigos en el Bar Tecalli. Era un lugar seguro: el propietario, había girado instrucciones al gerente Pedro Hernández Wilson de impedir la entrada a personas armadas. No se le servía ni agua, a gente artillada. Por muy gallitos que llegaran.
“Un día, llegué a contar 46 pistolas que me dejaron a resguardo los parroquianos. Chito Cano, El Cácaro, Toño El Aguacate
y otros de menor renombre, tenían que dejar sus pistolas en la recepción. Al irse, se les entregaban”, contaría años después Hernández Wilson.
Dos sujetos, sombrero texano, conjunto de terlenka y botas, preguntaron por Gerardo al cantinero. Éste, se los mostró con la mirada. Fríos, sosegados, silentes, el par de visitantes tomaron asiento en un rincón.
Hernández Wilson, olfateando peligro, se acercó hasta Gerardo y le susurró:
-Te buscan. Parece que andan armados…-.
Tranquilo, González se movió a la barra. El gerente lo seguía.
Dijo Gerardo con voz suave:
“Dame mi pistola…”
Hernández Wilson deslizó la escuadra sobre la plancha de madera.
González, se la puso en la cintura.
Y se dirigió al par que lo buscaba. Intercambiaron palabras como si fueran amigos.
Y salieron, los tres, al patio trasero de la cantina.
A los pocos minutos, se escucharon disparos.
Casi una docena de estruendos. Gritos ahogados y maldiciones estentóreas.
Los responsables del negocio, después de la sorpresa, se asomaron al lugar del enfrentamiento. Los dos gatilleros, estaban en el suelo, con los pechos atravesados, sangrantes, gimiendo, intentando tomar aire, desesperada e infructuosamente. El alma se les escurría, roja, palpitante, hirviente, sobre sus camisas.
Uno murió de inmediato.
El otro, falleció en el hospital.
Fue el bautizo de fuego para Gerardo González.
Los contertulios, escucharon a la distancia, el poderoso motor de un Corvette. -Es Gerardo…-, farfulló alguien.
Había nacido, uno de los gatilleros más temidos –por lo osado y temerario- de la frontera tamaulipeca…
POR JOSÉ ÁNGEL SOLORIO MARTÍNEZ