TAMAULIPAS.- Un pariente, al cual por fortuna no he vuelto a ver hace tiempo, solía amenizar las reuniones cercanas al Año Nuevo o la misma noche del festejo con una reflexión muy antipática: repetía que todas nuestras medidas temporales son relativas y, en el fondo, arbitrarias. Es decir, que no tienen sentido natural.
Medimos los años, en el occidente del mundo, basados en el nacimiento del redentor cristiano, pero lo hicimos mal y resulta que Jesús nació, según la opinión de los expertos, en el año cuatro antes de la era que se cuenta a partir de su venida al mundo.
Y resulta además que no hubo año cero, así que, por ejemplo, el milenio en que vivimos, estrictamente hablando, no comenzó junto con el satisfactorio año 2000, sino con el 2001, cosa que desde luego, no le importó a nadie porque lo habíamos celebrado cuando no tocaba. Igual de arbitrarias son las duraciones de los años, que solemos ajustar con ese día extra al final de febrero, es decir, los “bisiestos” de ese calendario gregoriano que usamos los mismos que recontamos los años basados en la era cristiana (con la excepción de los ortodoxos, que siguen empleando el que promulgó Julio César y que tiene 13 día de desfase). Total, que los solsticios y equinoccios tampoco caen a veces cuando los tenemos establecidos. Y que, sí, todo nuestro esquema del tiempo es un relajo con visos de desastre.
El razonamiento de mi sabelotodo pariente trataba de demostrar que no tenía sentido alguno celebrar la llegada de un nuevo año, y, a partir de esa demolición fundamental, se afanaba por desmerecer las diferentes tradiciones o costumbres que le hemos ido colgando encima al cambio de estafeta anual: el seguimiento de las campanadas de un reloj; el consumo de las doce uvas; la comilona y la beberecua, etcétera (y no se diga aquello de usar calzones rojos para despertar las pasiones, o salir a la calle y dar vuelta a la manzana acompañado por unas maletas, para propiciar los viajes: esto ya de plano le parecía a mi pariente cosa de salvajes).
No son pocos quienes opinan como él y les niegan a las fiestas esa importancia capital que les concedemos la mayoría de las personas. Pero me parece que casi todos entendemos que, en este caso, es muy diferente estar en lo cierto que tener la razón. Porque las navidades y el Año Nuevo no solo son motivos para reuniones, festejos, excesos y regalos al por mayor, sino que vertebran nuestra agenda y dan dirección a nuestras rutinas.
Y justamente por eso, me parece, es que están equivocados quienes piensan que son una pérdida de tiempo o una exageración promovida por todos aquellos que desean vendernos algo. Todas las culturas de las que sabemos cosas con cierta seguridad han contado con sus propios calendarios “arbitrarios” y, por lo tanto, con sus propias fiestas. No hay una sola en la que nomás se trabaje sin parar y cada semana sea igual que la anterior hasta que uno se cae muerto. Los humanos, en cualquier época o geografía de la historia conocida, observamos los ritos de festejo o conmemoración de los acontecimientos más relevantes en nuestras vidas: las bodas, los nacimientos, las alianzas, los cumpleaños, las cosechas, las victorias en batalla (hoy día esto se ha transferido más bien al campo deportivo), los aniversarios, pero también los funerales de nuestros allegados.
Y la cuenta de los ciclos temporales es el tejido en que todo esto se engarza. Tan es así que incluso los académicos y profesores más agnósticamente escépticos del mundo han optado por denominar el tiempo medido según Cristo como “era común”, esa que comenzó hace casi 2022 años y que, lo queramos o no, es el suelo en el que pisamos la enorme mayoría de las personas de esta época. Y si alguien prefiere usar el calendario tradicional chino (que ya va por allá del año 4719), pues es muy probable que no encuentre a sus amigos en el café en que los citó y que le aguarde una espera de unos 2697 añitos. Total.
COLUMNA INVITADA / ANTONIO ORTUÑO