TAMAULIPAS.- Charles Dickens narra la historia de un hombre que decidió perder la memoria del corazón, en busca de una ansiada liberación del dolor. Sin embargo, al perder la memoria, fue incapaz también de encontrar todos sus recuerdos positivos y semillas de bondad, lo que afectó considerablemente su vida, que se volvió fría, hacia dentro y hacia fuera.
Por si fuera poco, la carencia de memoria no sólo oscureció su pasado, sino que clausuró sus horizontes futuros debido a la incapacidad de encontrar experiencias previas de bien. Tanto la memoria de lo bueno como la memoria de lo negativo que ha sido madurado son capaces de pacificar y proyectar al mismo tiempo. Memoria y esperanza están intrínsecamente relacionadas. Especialmente en tiempos navideños.
Algo similar narra Goethe en La fiesta de San Roque en Bingen, cuando numerosas personas se dan cita a orillas del Rin con motivo de la consagración de una capilla católica. Católicos y protestantes festejan en lo religioso y en lo humano, haciendo compatible la intersección de recogimiento y celebración.
En ese contexto, destacan especialmente los niños y los adultos, quienes aparecen tan iluminados como alegres. No así los jóvenes, indiferentes y aburridos. Nacidos en tiempos de guerra, sin recuerdos gratos hacia el pasado, tenían poco bueno que esperar del futuro. No es casualidad que las corrientes filosóficas y políticas, cuando destruyen el pasado, oscurecen el futuro y alteran la esperanza. Lo mismo sucede en nuestras vidas cotidianas.
De ahí que despertar en nuestros recuerdos experiencias de bien es una de las funciones humanas más nobles y necesarias. La conciliación de memoria y esperanza es una tarea prioritaria y el tiempo navideño es terreno fértil para ello. Como advierte Joseph Ratzinger, uno de los mayores frutos de la Navidad es cuando las personas se regalan recuerdos de experiencias positivas y abren, por consecuencia, puertas a la esperanza.
La magia de la Navidad conlleva una especie de movilización de una bondad generalizada y una mayor disposición a pensar en los demás. Las antiguas costumbres navideñas, las canciones y los textos son un reflejo no sólo de fe, sino también de alegría esperanzadora. No es casualidad que los niños, no sólo en el cristianismo, sean normalmente puestos como ejemplo de vidas logradas y acciones bondadosas.
Sería un error pensar que la Navidad es únicamente un pretexto para celebrar o una costumbre infantil, sin reparar en sus profundas raíces antropológicas y su sencilla sabiduría. La sencillez navideña consigue mayores efectos que las estrategias sociales sofisticadas. En México, 77% de la población se dice católica, y 11.2% cristiana, de otras denominaciones.
La gran mayoría de los mexicanos, por tanto, encontramos un enorme sentido de salvación y redención en estas fechas. Sin embargo, prácticamente ciento por ciento nos dejamos ilusionar por aspiraciones humanas nobles, alejadas de las cargas pesadas que nos arroja la vida política, laboral y social habitual. En un mundo aparentemente incrédulo, brillan también distintos tipos de fe y esperanza. No existe mejor momento del año para despertar el sentido del bien, realzar los recuerdos positivos y trazar caminos futuros esperanzadores.
La memoria grata de lo bueno nos alegra y la memoria de lo malo, una vez purificada, nos ilumina. Como dice Benedicto XVI, es preciso alzar la mirada y reconocer que existen promesas más magnánimas, por encima del dinero, el poder, las discordias y la envidia. La Navidad es despertar del sueño y dejar atrás la noche que oscurece los tesoros del ser humano.
COLUMNA INVITADA / SANTIAGO GARCÍA ÁLVAREZ