Durante siglos se consideró a la homosexualidad como una desviación.
Primero, bajo la lógica del pecado y después como una condición que tuvo reservado un apartado en el famoso Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales hasta la década de los setenta.
Para avanzar en nuestro entendimiento de aquello que consideramos diferente es necesario revisar la historia detrás de los prejuicios.
En el caso de la homofobia, es una historia de por lo menos nueve siglos. La discusión acerca de la homosexualidad es recurrente y en todos los espacios donde encuentra lugar —no importa si es el trabajo, las comidas dominicales con los abuelos, o los debates electorales–, el argumento de la naturaleza termina escabulléndose.
A partir de aquí los caminos se bifurcan. Unos dirán que hay especies con comportamientos sexuales similares y que, por lo tanto, esta práctica no se opone a los mandatos naturales; mientras que los más reaccionarios alegarán a favor de preservar la familia natural conformada por un hombre y una mujer.
Sería imposible contar la historia de la conformación de la homofobia en Occidente, pero sí se pueden analizar algunos avatares teológicos y políticos que cargamos, sin saberlo, a nuestras espaldas y desde hace mucho.
1 En el contexto de la hispanidad, hay algunos acontecimientos que fueron determinantes en la persecución del amor entre hombres, de los que seguimos siendo deudores. Tal vez recordándolos logremos que las asociaciones sexualidad-naturaleza y desviación-contagio dejen de ser lugar común y avancemos la discusión por otros caminos.
Antes de hablar de la homofobia en el mundo hispánico en el siglo XVI, hay que hacer algunas aclaraciones. Para empezar, la palabra “homosexual” tiene su origen en el siglo XIX, lo que implica que es una categoría formada bajo el influjo de la medicina y la psiquiatría.
Para entender el “amor entre hombres” el referente durante la primera modernidad es la sodomía como un acto sexual y no la homosexualidad como una identidad.
El análisis de los nombres revela muchas cosas: la sodomía era perseguida como un pecado contra natura.
Este pecado aplicaba a los actos sexuales en los que hay abusus in coitu (mal uso del coito), es decir, a aquellos que se realizan sin fines reproductivos.
Según Tomás de Aquino, una de las autoridades más influyentes en el cristianismo occidental, se comete un pecado contra natura cuando el hombre no cumple el mandato de reproducirse y continuar la tarea que Dios le encomendó.
En la tipología ofrecida por Aquino en la Suma Teológica se reconocen cuatro fallas de este tipo: molicie (placer sexual sin cópula), bestialidad (contacto sexual con otras especies), vicio sodomítico (relaciones sexuales con el sexo indebido) y “maneras monstruosas”.
Sin embargo, poco a poco el acto sexual entre dos hombres se volvió el punto de referencia al hablar de pecado contra natura.
2 La legislación de las persecuciones por este crimen alcanza su etapa más gloriosa con la promulgación de un texto legal en 1497, durante el reinado de los Reyes Católicos. En esta pragmática se establece que “entre los otros pecados y delitos que ofenden a Dios nuestro señor, e infaman la tierra, especialmente es el crimen cometido contra orden natural”,
3 por lo que los culpables merecen las mayores penas, lo que en este contexto significa muerte en la hoguera. Hasta ese momento dicho castigo estuvo reservado para los culpables de herejía y crímenes de lesa majestad.
A esta declaración le seguiría un claro aumento en el número de procesos por crímenes contra natura en España.
Si bien desde las Siete Partidas de Alfonso el Sabio durante el siglo XIII se había condenado este pecado gravemente, las autoridades de la Edad Media rara vez pusieron en práctica las leyes respecto a la sodomía.
4 Sólo en la modernidad se logra un control efectivo sobre los cuerpos en función de este pecado. Para que súbitamente pudiera pasar a ser un problema de primer orden en los Reinos Españoles, la sodomía tuvo que ser moldeada por dos procesos previos: la sexualización de la noción de pecado y su inserción dentro del espacio de lo criminal.
Lo que llamamos sexualización del pecado puede entenderse como una tendencia interpretativa de textos canónicos que logró, durante el curso del siglo XII, cambiar ciertos lineamientos de la moral cristiana.
Uno de los mejores ejemplos de este cambio podemos verlo en la interpretación tradicional del pecado original. Con anterioridad a este giro, las autoridades eclesiásticas, siguiendo a San Agustín, entendían al pecado original como una falla del espíritu y de la voluntad, es decir, como una falta ligada a la soberbia y a la desobediencia.
Sin embargo, a partir del siglo XII la tendencia general fue considerar el pecado original como un pecado ligado a la carne y resultado de la concupiscencia, lo que quiere decir, que se volvió un pecado de carácter primordialmente sexual.
Es muy ilustrativo de este cambio el hecho de que, en el siglo VI, Gregorio Magno hubiera situado todos los actos pecaminosos relacionados con la lujuria como los menos graves dentro de la escala del pecado, antecedido por gula, avaricia, pereza o acedia, ira, envidia, vanagloria y, en primer lugar, soberbia.
Esta tendencia se extendió hasta reconstruir el sentido de numerosos relatos bíblicos. Tal es el caso de Génesis 18-19, donde se narra la suerte de las ciudades de Sodoma y Gomorra.
La historia relata la visita de dos ángeles a Sodoma por órdenes de Dios. Tras ser recibidos amablemente por Lot –el sobrino de Abraham–, fueron atacados por el pueblo que exigía “conocerlos”, vocablo usualmente usado para expresar contenido sexual. Lot ofreció a sus hijas vírgenes a cambio de que dejaran en paz a los visitantes, pero el pueblo las rechazó, lo que obligó a la familia y a los mensajeros divinos a escapar. Junto con Sodoma, Gomorra fue entonces destruida por Dios.
Para buena parte de los autores cristianos de la Antigüedad y del inicio de la Edad Media, desde Orígenes hasta Isidoro de Sevilla, el motivo del castigo divino había sido faltar a las leyes de hospitalidad.
Según las investigaciones de Ana Isabel Carrasco, el sentido del texto hebreo no tiene un contenido directamente sexual, ni mucho menos homosexual, lo que se comprueba por el hecho de que la falta fue realizada por la comunidad como colectivo.
5 Sin embargo, ya desde el siglo XI el componente sexual del pecado fue el que se resaltó y obras como la de Pedro Damián, quien, desde el siglo XIII, escribió textos que explicaban las relaciones entre los actos sexuales monstruosos y los castigos comunitarios, se popularizaron y justificaron las persecuciones posteriores.
La gravedad del castigo divino de Sodoma y Gomorra sería la inspiración directa de las graves condenas judiciales de los reinos terrenales.
6 A partir de este momento es que las penas para pecados de naturaleza sexual se vuelven mucho más severas e inciden sobre la vida privada bajos nuevos términos, lo que se puede constatar en el establecimiento del matrimonio como sacramento durante los siglos XII-XIII, y de la confesión como requerimiento indispensable para el cristiano.
En este horizonte surgieron también también nuevas asociaciones entre sexualidad y naturaleza. Aunque la relación está presente de alguna forma desde los primeros textos cristianos, en las cartas paulinas (siglo I) los actos sexuales perversos son entendidos como consecuencia del alejamiento de Dios: cuando el hombre deja de alabar al creador, la naturaleza se retuerce y entrega a los hombres a pasiones deshonrosas.
Aquí, el acto sexual desviado es la consecuencia superficial de una falta más grave. Sin embargo, a partir del siglo XII el acto sexual se vuelve por sí mismo una falta grave que al violentar las leyes de la naturaleza ofende a Dios: el acto sexual es la causa de otros males (y no ya su consecuencia), transformándose en una especie de enfermedad que, al haber trastocado lo natural, puede infectar a toda la comunidad y atraer la ira divina.
La interpretación del pecado original como un evento sexual fue utilizado ampliamente unos siglos después por una monarquía que buscaba consolidar su dominio. Las razones que explican el alza en las persecuciones en España responden a una realidad política compleja en la que la monarquía tenía que afirmar su poder sobre grupos aristocráticos poderosos y se aprovechaba de las armas conceptuales que le daba la teología.
Finalmente, esto se aunó a un proceso de consolidación del lazo entre la noción de pecado y la de delito, en donde se fusionaron las atribuciones de la autoridad terrenal y la autoridad religiosa en la figura de los Reyes Católicos. Hasta antes del s. XII en Occidente los castigos a la sodomía impuestos por la autoridades eclesiásticas implicaban penas menores: ser expulsados de la oración, tener prohibida la comunión, ir a la cárcel o recibir latigazos.
Pero en el s. XII, con recuperación del derecho romano y la relectura del derecho justiniano, las condenas comienzan a volverse más serias.
La criminalización del pecado que aquí nos interesa es particularmente interesante porque en el proceso se le separó de las penas impuestas a los lujuriosos, volviéndolo más grave que cualquier otra de las faltas al matrimonio.
Testimonio de esto es el Infierno de Dante, donde los lujuriosos son condenados a ser sacudidos por vientos (Canto V), mientras que los sodomitas son azotados por lluvias de fuego.
Durante los siguientes siglos el discurso teológico-político sufrió numerosos cambios como consecuencia de los movimientos reformistas y de las Guerras de Religión.
Los enfrentamientos entre distintas confesiones y la incansable guerra entre los principales estados europeos llevaron a que, tras la Paz de Westfalia (1648), el poder religioso se supeditara al político y no pasó mucho tiempo antes de que la teología fuera reemplazada por la ciencia como fuente legítima de conocimiento.
A pesar de que la religión haya terminado por ser relegada al ámbito de la opinión personal, la sodomía no perdió nunca su connotación contranatural y contagiosa, y siguió siendo perseguida por los nuevos discursos científicos –primero biológicos, luego psicológicos– en todo Occidente. Sólo entendiendo que el odio se ha construido históricamente y que nuestros pensamientos no son sólo nuestros, sino parte de una herencia, podremos comenzar a desarticular los prejuicios que rigen nuestro comportamiento cotidiano.
Cuando se toma conciencia de que las ideas que reproducimos en torno a la homosexualidad fueron forjadas hace siglos, podemos iniciar un camino para repensarlas.
Aceptar que la “naturaleza” no responde a un hecho fundamental e inamovible sino que es una categoría construida social y culturalmente puede ayudarnos a entender sus derivaciones como consecuencias de tejidos absolutamente contingentes.