La prisión preventiva es una medida que permite encarcelar a las personas sin que hayan sido condenadas.
Actualmente, nuestra Constitución prevé dos tipos de esta figura: la justificada y la oficiosa. La primera la solicita el ministerio público ante un juez, quien decide, con base en la evidencia y supuestos específicos, si la medida es idónea para el caso concreto.
La oficiosa, en cambio, la debe dictar automáticamente el juez, cuando a la persona se le vincule al proceso por alguno de los delitos previstos en el artículo 19 de la Constitución.
Aunque se asocia la prisión preventiva oficiosa con el gobierno de Felipe Calderón, ésta ha estado prevista en el texto constitucional, de alguna forma u otra, desde 1917. Lo que ha cambiado es cuándo, cómo y por qué procede.
Por eso es importante conocer su evolución histórica: para ver de dónde venimos y cómo llegamos a lo que tenemos hoy. Para entender los avances y los retrocesos que han ocurrido en esta materia.
En la regulación constitucional de 1917, se contemplaba la prisión preventiva sólo para los delitos que merecieran pena privativa de la libertad.
Esto, hasta hoy, no se ha modificado. Lo que sí ha cambiado es quién decide sobre la prisión preventiva, en qué casos procede, cómo es el proceso para solicitarla y cuánto puede durar.
En ese entonces, se presumía la procedencia de la prisión preventiva y se establecían excepciones para su uso; en otras palabras, no se trataba de cuándo aplicaba la prisión preventiva, sino cuándo podía concederse la libertad a una persona imputada.
La libertad era procedente sólo a petición de la persona acusada, siempre que pudiera pagar una fianza y no estuviera acusada por un delito con una pena mayor a cinco años de prisión.
¿Y si eran delitos con penas de más de cinco años? La prisión preventiva aplicaba siempre, es decir, la prisión era automática —u oficiosa—.
Desde 1917, en otras palabras, venimos arrastrando esta figura. En ese entonces, ¿quiénes determinaban cuáles eran esos delitos que ameritaban una pena mayor a cinco años de prisión? Las legislaturas estatales y de la federación, por lo que los supuestos para la prisión preventiva oficiosa variaban para cada jurisdicción.
Además, cuando una persona imputada estaba en prisión preventiva, su encarcelamiento no podía prolongarse por más tiempo del establecido como máximo por la ley para el delito imputado. Si el delito de homicidio doloso, por ejemplo, era castigado con 10 años, la persona podía pasar ese tiempo recluida sin sentencia.
No había, en la Constitución, ningún otro tipo de límite temporal a esta figura. En 1948, se cambiaron los supuestos de procedencia para la prisión preventiva oficiosa: mientras que antes era para delitos con pena mayor a cinco años, ahora era, en teoría, más difícil aplicarla: se determinaba para delitos con una pena cuyo término medio aritmético fuera mayor de cinco años de prisión.
En 1985, se reformó para incluir a las modalidades de esos delitos. En 1993, esta regulación volvió a cambiar. En vez de atender a la duración de la pena, la prisión preventiva oficiosa ahora procedería cuando se tratara de delitos que, por su gravedad, la ley expresamente prohibiera el beneficio de la libertad provisional bajo caución. ¿Quién decidía qué era un delito “grave”?
Una vez más: cada cuerpo legislativo estatal y federal. He encontrado legislaturas estatales que calificaban a prácticamente todos los delitos —y sus modalidades— como graves. En algunos códigos, como el de Chiapas, por ejemplo, 44 delitos eran calificados así.
En otros, como el de Chihuahua, simplemente se establecía como delito grave, todo aquel cuya media aritmética fuera mayor a tres años.
Por esta razón, la mayoría de los delitos ameritaban prisión preventiva oficiosa. Todo lo que hemos visto hasta ahora cobra sentido si también analizamos los números. En Intersecta, a través de una solicitud de acceso a la información pública,1 obtuvimos los cuadernos mensuales de información estadística penitenciaria nacional que hoy publica el Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social desde 1986.
Desde entonces se puede ver cómo la proporción de personas en prisión preventiva ha sido alta. Como se muestra en la gráfica, en ese año, el porcentaje de personas privadas de la libertad ascendía al 58.9%.
Estamos hablando de prácticamente 6 de cada 10 personas en prisión preventiva en la década de los ochenta. Este era el modelo constitucional de prisión preventiva con el que entramos al nuevo milenio. Las críticas a él eran comunes.
Autores como Guillermo Zepeda Lecuona o Sergio García Ramírez denunciaban el costo social, económico y legal de su uso desmedido.2 Este también es el modelo que se pudo abandonar con la reforma constitucional de la cual derivó el nuevo sistema penal.
Ello no ocurrió. O no por completo. ¿Qué sí cambió con la reforma penal de 2008? La duración de la prisión preventiva. Antes podía durar lo que durara la pena del delito imputado.
Ahora, “su plazo” no podría “exceder del tiempo que como máximo de pena fije la ley al delito que motivare el proceso y en ningún caso será superior a dos años, salvo que su prolongación se deba al ejercicio del derecho de defensa del imputado”.
No es lo ideal —pues la norma castiga a las personas por defenderse—, pero al menos se impuso un límite temporal. Otro cambio relevante fue que, para todos los demás delitos donde no procediera la prisión preventiva automática, la persona llevaría su proceso en libertad y, sólo de manera excepcional, se dictaría la prisión preventiva justificada.
Para ello, el ministerio público la tendría que solicitar ante el juez en una audiencia, donde se debía acreditar, con evidencia, que otras medidas cautelares eran insuficientes para garantizar 1) la comparecencia del imputado en el juicio; 2) el desarrollo de la investigación; y 3) la protección de la víctima, de los testigos o de la comunidad. También podría dictarse la prisión preventiva cuando la persona imputada se encuentre en proceso o ya haya sido sentenciada por la comisión de un delito doloso.
Pero, ¿qué pasó con la prisión preventiva oficiosa? Persistió. La diferencia es que se estableció expresamente en la Constitución una lista que acotaría su procedencia a ciertos delitos “de alto impacto social” y, con ello, presuntamente reducir su uso.
La prisión automática, entonces, sólo aplicaría para casos de “delincuencia organizada, homicidio doloso, violación, secuestro, delitos cometidos con medios violentos como armas y explosivos, así como delitos graves que determine la ley en contra de la seguridad de la nación, el libre desarrollo de la personalidad y de la salud”.
La reforma de 2008, en adición, dejó algunos delitos “abiertos” en esta lista. Este es el caso, por ejemplo, de los “delitos cometidos con medios violentos como armas y explosivos”, que permitían incorporar más delitos a esta lista a través de la legislación estatal o federal, burlando el mandato constitucional.
3 Con la centralización en un solo código del proceso penal en 2013, esta facultad se restringió a la legislación federal, impidiendo su ampliación estatal indiscriminada.
4 A pesar de todas sus deficiencias y de haber introducido la figura al texto constitucional, la reforma sí contribuyó en tres cosas: 1) limitó la prisión preventiva oficiosa sólo a la lista de delitos previstos en la Constitución, contrario a lo que sucedía antes; 2) obligó a justificar esta medida para todos los demás delitos ante un juez, quien tendría que evaluar si la medida es proporcional a lo que se quiere proteger; y 3) establecía —y privilegiaba— diversas medidas cautelares alternativas a la prisión preventiva en la legislación secundaria.
Estas condiciones, junto con la entrada del nuevo sistema acusatorio, permitieron, en general, una baja de las personas privadas de la libertad, y de la población privada de la libertad sin sentencia. Es decir, en prisión preventiva, en particular, como se observa en la siguiente gráfica que muestra la tasa de personas privadas de la libertad, con y sin sentencia.
Como puede verse, a partir de 2008, la tasa de la población privada de la libertad en prisión preventiva se mantuvo más o menos estable hasta el 2014, que es cuando comenzó a disminuir. Este cambió coincide con la entrada, en todo el país, del nuevo sistema penal.
La tasa de personas en prisión preventiva bajó en 2015, disminuyó exponencialmente en 2016 y siguió reduciéndose en 2017, 2018 y 2019. Hasta que la tendencia se revirtió. Después de cinco años de ver una reducción, en 2020 hubo un aumento de las personas en prisión preventiva —en plena pandemia—5 y este año es posible ver también un incremento. ¿Qué está detrás del cambio?
La última modificación importante a la regulación constitucional de la prisión preventiva oficiosa ocurrió precisamente en 2019, cuando, a pesar de numerosas voces en contra, se extendió el catálogo de delitos que la ameritan en el texto constitucional.
Además de los contemplados previamente,6 se sumaron otros 11 delitos.7 ¿Cómo se justificó la reforma de 2019? De acuerdo con la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados, como una forma de combatir “la coyuntura de violencia, impunidad e inseguridad que afecta a las personas en todo el territorio nacional desde hace más de una década, y que ha rebasado el espíritu garantista del nuevo sistema de justicia penal”.
Como vemos, en México nuestra Constitución prevé la prisión preventiva oficiosa desde su génesis en 1917, con algunas modificaciones al paso del tiempo.
Aunque hubo un esfuerzo de reformar esta figura en 2008, las recientes modificaciones constitucionales confirman el descrédito de la justicia penal. En breve: igual que en 1917, seguimos apostando por encarcelar primero, investigar después; preferimos el castigo anticipado al debido proceso.
Haydeé Gómez Avilez. Egresada de la Facultad de Derecho de la UNAM.
Es analista legal en @ IntersectaOrg