En la UNAM compartí la mesa de conferencia con Arturo Núñez Jiménez y con Pilar Ortuño Burgoa. Allí dije que los grandes avances políticos de la humanidad no han provenido de una propuesta pendular entre el pasado y el futuro, sino que son ideas nuevas y hasta entonces inexistentes. No discutir cuál raza de caballo es mejor, sino inventar el automóvil.
Esto me obliga a ser muy sincero y casi hasta cínico en cuanto al propósito de cada uno de los modelos electorales mexicanos, como lo son el vigente desde 1978 y el recientemente propuesto. Pero es claro que es una alternativa pendular.
Recordemos que la reforma de 1978 surgió para remitir el monopolio de poder. Para la elección presidencial de 1976 se presentó una sola y única candidatura. Así como para tener un campeonato de futbol, se necesitan equipos, le democracia mexicana necesitaba partidos.
Es decir, esa reforma quería pluripartidismo, quería competitividad y quería equidad electoral. Pero, para ello, había que estimular la creación y la participación de partidos al costo que fuera. Y se logró. Que no ganaban curules y escaños. Había que dárselos, aunque no se los ganaran y se crearon los plurinominales.
Que no tenían dinero para vivir, mucho menos para competir. Había que regalárselo y se creó el financiamiento público. Que no tenían ideas y todas las generaban los asesores gubernamentales. Había que dotarlos de fundaciones pensantes. Había que darles y darles y darles. Fue muy exitoso. Se crearon hasta más partidos que los necesarios. Llegó la competitividad, la pluralidad y la equidad. Y, sobre todo, hubo oposición. Hasta hubo y hay alternancia.
Esta reforma se centraba en dos grandes vertientes de cambio. Por una parte, hacer atractiva y equitativa la contienda contra un partido dominante, y privilegiar la vida partidista por encima de todo.
Una segunda vertiente consistiría en la “desincorporación” de los órganos de autoridad electoral. Por una parte, las llamadas comisiones electorales, integradas básicamente por funcionarios gubernamentales, serían sustituidas por “institutos electorales”. Por otra parte, los llamados colegios electorales, integrados por funcionarios recién electos para autocalificarse, serían sustituidos por “tribunales electorales”.
Los propósitos de esta reforma triunfaron, quizá hasta un exceso que ahora critican los propios y los extraños. Por eso se inoculó un hartazgo antipartidista que hoy lleva el propósito de tener un gobierno sin partidos, sin competitividad y, para ser claros, sin oposición.
Los dos modelos son buenos, en cuanto a lo que queramos cada quien. La de 1978 logró lo que quería. La de 2022 quizá logre lo que pretende. Por eso, yo no me pregunto tanto cuál de los dos modelos es mejor, sino cuál es el sistema de poder que preferimos.
Esta reforma ya propuesta está destinada a afectar a los partidos de oposición. Les reduce los espacios de participación congresional y también les afecta severamente en lo financiero y en las prerrogativas. Sin embargo, aunque ya no los mantiene, los seguirá vigilando y celando como si los mantuviera. Como decían las abuelas, celoso del honor, pero desentendido del gasto.
En cuanto a los órganos electorales, se quiere privilegiar hasta que las candidaturas para funcionario electoral sean generadas en los órganos de autoridad gubernamental, como una reminiscencia de antes del 1978. Nada más insensato para la democracia moderna que generar candidaturas en el gobierno. Que, por primera vez en nuestra historia, haya candidatos oficiales.
Desde esta óptica teleológica, creo que la iniciativa 2022 está bien diseñada para lo que pretende y que lograría lo que se propone. El retorno a un régimen monopólico, totalitario y absolutista, como lo fueron el de Tiberio, el de Luis XIV y el de México Siglo XX. Quizá esos fueron buenos gobiernos, pero pendular hacia su regreso podría ser ridículo y peligroso.
Por José Elías Romero Apis