Las epidemias son censores neutrales. Sus múltiples expresiones traducen crudas realidades. Sus agentes —virus en la mayoría de los casos— siguen, cuando los sistemas de salud no logran detenerlos, su curso: infectan y con frecuencia matan a quienes se cruzan en su camino.
Los virus no son corruptos. No son racistas. No dependen de humores divinos.
Sí son clasistas —mueren más los pobres—; sí causan más daños en naciones depauperadas; sí producen más alteraciones e incrementan el número de muertes en personas enfermas o en pobres.
Las pandemias nos desnudan: exponen la vulnerabilidad de países, sociedades e individuos y muestran las equivocaciones de algunos sistemas de salud cuyo derrotero ha sido apostar por el individuo y no por la salud pública.
En el caso de naciones pobres, ya sea por falta de recursos o por incompetencia del personal, el desorden prevalece: la salud pública falla.
Al intríngulis previo debe agregarse otra catástrofe: la popularidad de los creacionistas y la desconfianza en la ciencia crecen.
El varapalo infligido por el binomio previo seguirá reproduciéndose. Acercarse a las epidemias desde la medicina, la sociología, la economía y la política es imperativo.
Sumar las variables anteriores y dar a los ministros de Salud, así como a los periodistas dedicados a la ciencia, elementos suficientes para granjearse a la opinión pública es tarea ingente.
El populismo anticientífico, bien dotado de (des)informadores y plataformas, es una lacra. Son innegables sus cosechas. Basta señalar que la tasa de vacunación en Estados Unidos es una de las más bajas entre los países ricos.
Donald Trump, y sus aliados, fue y es una de las poderosas sinrazones de la desconfianza de nuestros vecinos en la ciencia y en las vacunas. Su xenofobia —culpó sin tener suficientes evidencias a China de ser la responsable del origen del SARS-CoV-2—, su incapacidad para entender el valor de la ciencia y de Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, y sus discursos sobre actos de conspiración contra su país sembraron ideas equivocadas sobre la pandemia que sirvieron y sirven a la población trumpista; eserróneo soslayar su poder: en las últimas elecciones más de 60 millones de personas votaron por él.
La pandemia ha modificado el mundo. Sus destrozos, después de casi 7 millones de muertos, continúan y continuarán acumulándose.
Como sucede con las pandemias, las inequidades económicas en el mundo mostraron sus fauces.
La distribución inequitativa de vacunas fue y es una muestra más de los errores de quienes tenían la obligación de dotarlas a las naciones pobres.
Quienes más perdieron sus trabajos son los pobres, muchos por laborar en negocios pequeños, otros por tener contratos irregulares y algunos porque los sitios donde trabajaban cerraron. Debido al covid, 100 millones (o más) de personas engrosaron el número de pobres en el mundo.
Y los niños pobres, siempre ellos, tuvieron y tienen menos oportunidades para estudiar, lo cual deviene en la imposibilidad para insertarse en trabajos dignos y los convierte en víctimas de la humanidad: narcotraficantes, tratantes de niñas, soldados en algunas naciones, orfandad temprana… Los gobiernos son responsables del desastre.
Son responsables de no contar con medidas suficientes para proteger a su población. Aunque no existen números “oficiales”, los pobres fueron las principales víctimas.
Ahora los gobiernos tienen dos nuevos retos: lidiar con el covid prolongado (long covid), para lo cual se requieren sistemas de salud preparados, y confrontar el mundo de hoy: la inflación ha aumentado, la inseguridad alimentaria se ha incrementado y Rusia ha desatado una guerra contra Ucrania.
Ambos escenarios son patéticos. La pandemia nos ha revolcado. Los errores de ayer persisten hoy y seguirán mañana.