Desde 1989 no se había puesto sobre la mesa una reforma electoral tan ambiciosa como la presentada por el Presidente López Obrador.
La iniciativa además tiene la particularidad de surgir a propuesta del Ejecutivo, y no de los partidos de oposición.
Por estos factores, resulta natural que la propuesta haya generado un debate tan intenso, que sirvió como combustible para la marcha del domingo.
Llama la atención sin embargo, que el principal cuestionamiento -casi obsesivo- a la reforma sea el supuesto avasallamiento oficial del Instituto Nacional Electoral que, no se lee por ningún lado en el documento entregado por el Ejecutivo a la Cámara de Diputados.
Es verdad que la reforma plantea la transformación del actual INE en el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC), que no es solamente un cambio de nombre, pero tampoco implica de ningún modo que pierda su autonomía.
La principal modificación al funcionamiento del INE, que no es menor, es que el Consejo General ya no tendría once integrantes sino siete, y que estos ahora serían escogidos por la población a través de elecciones abiertas.
Se entiende que sea este punto el que encienda las alertas de la oposición, porque en efecto, la inercia electoral indica que Morena podría extender su hegemonía política a esas posiciones.
Pero no queda del todo claro dónde está el riesgo de que se pierda la autonomía del Consejo General (los opositores a la reforma plantean la propuesta como si la organización y calificación de las elecciones regresara a manos de la Secretaría de Gobernación), sobre todo todo si se considera que la manera en la que actualmente se eligen los consejeros actualmente no es precisamente la más “ciudadana”.
El artículo 41 de la Constitución ordena un complejo proceso de selección, que inicia con la conformación de un comité técnico de evaluación integrado por “personas de reconocido prestigio”.
Todo para que al final, sus propuestas terminen en manos de los grupos parlamentarios de la Cámara de Diputados, que son los que a través de negociaciones y con el voto de dos terceras partes del Pleno, eligen a los consejeros.
Es decir, al final de cuentas, la integración del Consejo General del INE es una creación de las cúpulas partidistas que se reparten las posiciones con la misma enjundia con la que cabildean cualquier otro asunto legislativo.
En lugar de eso, la iniciativa del Presidente plantea que cada uno de los tres poderes proponga a 20 nombres -diez hombres y diez mujeres- que al final que irán a una campaña para buscar el voto ciudadano en una elección que organizará el mismo INEC.
El procedimiento se antoja complejo, pero no más susceptible a cualquier intento de torcerlo que el modelo actual, que se dirime exclusivamente puertas adentro de San Lázaro.
Mucho más radicales que la transformación del INE en INEC son otras propuestas integradas en la reforma electoral, como la desaparición (esa sí fulminante) de los OPLES -resulta curioso no ver a los opositores tamaulipecos clamar por la supervivencia del IETAM-; la degradación de los Cabildos hasta su mínima expresión -la mayoría de los ayuntamientos tamaulipecos tendrán solamente uno o tres regidores- o la eliminación de 16 diputados locales del Congreso.
La reforma electoral, ni duda cabe, es compleja y digna de un análisis profundo, por eso se merece un debate alejado de la propaganda y los slogans de marketing político.
Por Miguel Domínguez Flores