Diego Petersen ha publicado este año El Chacal (Planeta), una novela digna de estas necesarias vacaciones.*
En su faceta de novelista (lleva varias), el también columnista de El Informador se metió a la tele para ver cómo se hacía eso de que apareciera o desapareciera gente en la pantalla, y lo que encontró huele muy feo.
No entraré en detalles sobre a qué exactamente huele lo que encontró porque el autor se regodea al clasificar, con creatividad propia de un buen monero tapatío, la gran variedad de hediondeces con las que se fue topando, en su ascendente carrera, un periodista provinciano que logra hacerla en grande en La Televisora, lo que le abre la puerta de los más variados pecados y gozos, a los que el protagonista se entrega con tanta dedicación como ingenuidad: creía que era parte fundamental del sistema, creía que podía ganarle al sistema, creía que a él el sistema no lo iba a triturar…. Cuánta soberbia que en realidad es tontería.
¿Cuánto de El Chacal es un retrato puntual de la forma en que la prensa opera sus relaciones con el poder no para informar, sino para ganar millones, para descarrilar proyectos políticos, para intercambiar favores? Menos mal que es novela, que si fuera crónica habría que bajar la cortina mediática, no sin antes hacer un colectivo mea culpa.
Pero no se me malinterprete. Que huela feo, que apeste, que en El Chacal avancen los cínicos y no los valientes, que triunfe el mal, y que el bien –el servicio a la sociedad– sea una broma de carcajada contagiosa para políticos, periodistas y directivos, todo ello no significa que este libro sea un soporífero panfleto.
“Diego Petersen-escritor solemne” no rima, lo sabemos todos los que lo leemos desde hace más de 35 años, y lo sabe cualquiera que lo haya escuchado en los medios electrónicos.
Por eso uno de los grandes méritos, además del vertiginoso ritmo de sus páginas, es que en El Chacal Diego retrata y se pitorrea, expone y recrea episodios de nuestra realidad que, vistos en retrospectiva, ni el realismo mágico podría haber concebido sino con chocongos turbocargados; Petersen construye así un escenario delirante, pero, sobre todo, un personaje –El Reportero– tan familiar y tan misterioso que nos deja, a las y los lectores, adivinando su identidad en las tres décadas que dura el ascenso y la caída, la gloria y el purgatorio, de tan polifacético protagonista.
Porque El Reportero es en realidad un Panini. Él y sus colegas son un álbum completito del gremio del último medio siglo. Así que les auguro entretenidas horas descubriendo el quién es quién del peculiar zoológico periodístico reunido por Diego. Claro, todo y cualquier parecido con la realidad es puritita y canija coincidencia. Similitudes propias de un surrealismo nacional que cada año, desde hace demasiado tiempo, se supera al punto de que a las víctimas hoy se les acusa de fabricar autoatentados.
Particularmente disfrutables son las escenas donde es imposible –en fiestas y en oficinas, en orgías y mítines, en Los Pinos y en la dirección de noticieros de La Televisora, en las alcobas y en los enlaces en vivo, en magnicidios y en montajes de la AFI…– distinguir, decía, quién realmente ejerce el poder, los dueños de medios y sus principales directivos, o los políticos, del presidente de la República para abajo. ¿Quién manda en el país en el que ocurre esta novela?
Se los dejo de tarea y con ello les deseo feliz Navidad. Nos leemos en 2023. Sean felices.
Por Salvador Camarena