VICTORIA, TAM.- En el inicio de año, el Caminante, como muchos otros mortales, ideó una lista de propósitos a cumplir.
Algunos para mejorar su salud, otros para sanar sus finanzas y uno que otro para su bienestar familiar.
Uno de esos últimos era de lo más sencillo: una vez al mes salir de pata de perro con su esposa a conocer algún lugar cercano, paraje, paseo, atractivo turístico o recinto cultural fuera de la ciudad.
Esta costumbre, muy arraigada entre los victorenses, se vio afectada al dejarse sentir un clima de inseguridad en el estado desde hace algunos años.
Decidió empezar con algo sencillo pero a la vez interesante. El lugar elegido fue “El cerro agujerado”.
Ubicado a 11 kilómetros de la ciudad prácticamente conjuga a la naturaleza, el senderismo, y mucho de historia de la capirucha cueruda.
Fue taladrado sobre la piedra misma de la montaña y forma parte del antiguo camino Real a Tula, la principal vía de comunicación entre Ciudad Victoria y el resto del país.
Su construcción inició entre el siglo XIX e inicios del siglo XX.
Para llegar ahí, lo más recomendable es googlearlo y obtener la correcta ubicación, para realizar el recorrido usando el GPS del celular, pues indicará el punto exacto a bordo de la antigua carretera a Tula donde se encuentra el acceso a este lugar.
Un poste con una cinta de color rojo señala este punto. Tras orillarse de la carretera, la aventura inicia con un pronunciado descenso.
Una larga hilera de ‘durmientes’ o tablones de madera, forma una escalera que permite bajar poco a poco, la ladera de la sierra en trazo diagonal.
Aquí hay que tener mucho cuidado de no dar un traspié y rodar dando tumbos.
Poco a poco se va internando el visitante en este sendero oculto entre la vegetación serrana.
El suelo toma algunos matices rojizos y claros, que se entremezclan con el verdor silvestre.
Tras pisar los últimos escalones de madera, se presenta de golpe la imponente estructura pétrea.
Excavada en la roca de la sierra Madre, el enorme agujero se yergue hasta su cima a mas de 12 metros sobre el nivel del camino.
Sus duras paredes formadas por piedras y sedimentos asemejan a muros de ladrillo.
Ahí, como mudo testigo del paso de tiempo, esta enorme obra fue construida a pulso, pues en esa época no había herramientas neumáticas o pesados trascavos, de hecho, ni siquiera se usaba el automóvil como medio de transporte.
En aquel entonces, solo el ferrocarril partía las llanuras y rodeaba las cordilleras mexicanas.
Por el camino real transitaban solo carretas y mulas, en esa sinuosa y riesgosa travesía hacia la histórica ciudad de Tula, que en aquellos ayeres era la cuna de la mismísima esposa del presidente Diaz.
El paraje es silencioso y apacible, de una tranquilidad embelesante y serena que solo es arrullada de vez en cuando, por los automotores que circulan a lo lejos por la carretera situada colina arriba, y el bullicio de los pájaros que cantan despreocupados.
Es entonces que el Caminante y su esposa, un tanto ajetreados tras bajar la cuesta, experimentan esa escasa y preciada joya tan necesaria para la vida, disfrutan de un poco de paz.
Esa callada alegría que provoca desacelerar el brumoso tren de la prisa diaria, ese prolongado silencio en el que se está quieto y sin preocupaciones, soltar la rienda y dejar que el oxígeno fluya libre en los pulmones.
Este lugar, donde se entrecruzan la historia de un pueblo, la proeza de un puñado de hombres que desafiaron a la madre tierra para trazar un camino, el centenario eco de carretas y pies que dejaron su huella, y el placer envolvente de la naturaleza, parece ser solo un punto en el accidentado relieve, pero es mucho mas que eso: es una válvula de escape al incesante ir y venir cotidiano, es un salvavidas gratuito ubicado a las afueras de la capital.
Es un regalo que pocos deciden aceptar. Cierto, esta breve construcción pareciera ser pequeña ante colosos como las pirámides de Teotihuacán o el acueducto de Querétaro, pero no es en sí lo complejo de su edificación lo que lo hace preciada, sino la función que cumple.
Salir de la ciudad es a veces la pastilla que remedia la ansiedad rutinaria del ser humano.
Escapar por unas horas de ese trajinar incesante, en este laberinto llamado vida.
Alejarse del concreto, para ser arropado por el follaje boscoso, desintoxicar los oídos y volver al estado original del homo sapiens.
No es solo un agujero en la sierra, es un refugio ancestral, un recordatorio de que nuestro paso por este planeta dura menos que cualquiera de los árboles que le rodean.
Tras una breve sesión de fotos y un buche de agua, el Caminante y la dueña de sus quincenas se despiden del arco de piedra y de la hermosa vista hacia el precipicio entre sierras, inician la escalada de regreso y el retorno a la mancha urbana, del verde serrano, al paisaje multicolor de la ciudad. Demasiada pata de perro, por esta semana.
Por Jorge Zamora