Cada pueblo tiene el gobierno que se merece, así como también alberga a la oposición que lo continúa legitimando. En el caso de nuestro país, los gobiernos plagados de corrupción —del pasado muy reciente— propiciaron el arribo al poder de un insensato: en la realidad que estamos viviendo, quienes podrían plantarle cara son —también, y sin quererlo— sus mayores promotores.
La oposición perdió el foco desde que alcanzó el gobierno, y no ha sido capaz de reinventarse —ni de volver a conectar con la ciudadanía— desde entonces. Primero con el PAN, cuando accedió a un poder que no supo entender ni —mucho menos— conservar; posteriormente con el PRI, que no fue capaz de comprender los anhelos de la ciudadanía, ni los motivos de su regreso. La administración de la alternancia fue un desastre, y la que siguió fue peor, todavía: el regreso del PRI pudo haber sido una catástrofe temporal, pero el gobierno en funciones ha perpetuado su regreso con lo peor de cada una de las administraciones pasadas. A la falta de resultados se suma, ahora, la nula rendición de cuentas.
La corrupción, la falta de compromiso; el abandono institucional, los acuerdos olvidados. La oposición, que nunca como ahora había tenido que organizarse como un ente inclusivo: la sociedad, inclusiva, a la que se supone que —ahora— deberían de perdonársele las ausencias. La oposición nunca había tenido que organizarse entre sí, y ha sido forzada a un sistema bipartidista que le conviene al Presidente. Estás conmigo o estás contra mí, es la diatriba que ha contaminado a la sociedad entera y ha mancillado, incluso, al fundador de la izquierda mexicana: estás conmigo —o estás contra mí— es la consigna que todos tenemos presente.
La oposición nunca había tenido que organizarse y, en su desesperación, está siendo forzada a un sistema bipartidista que sólo le conviene el Presidente en funciones. Estás conmigo o estás contra mí, es la consigna que han tenido que escuchar los liderazgos sociales que pretenden defender a su gente: estás conmigo, o estás contra mí, es también el mayor agravio que se le puede hacer a una sociedad capaz de tomar las decisiones por sí misma. Una sociedad que, por lo visto, no termina de ser entendida por quienes toman las decisiones importantes. Nuestros políticos continúan peleándose entre ellos, y su capacidad intelectual es suficiente, tan sólo, para plantear opciones de corto plazo: los conflictos no terminan, y se extinguen las maneras de recuperar un solo voto que se haya ido al obradorismo.
Estamos desechando a la izquierda, cuando es el único punto de referencia para entender lo que pasó en los años previos a la llegada de todos nosotros, pero —sobre todo— lo que podría venir en el futuro. El PRI y el PAN —y los otros partidos— han sido capaces de fallarle a la ciudadanía sin que parezca importarles: el PRD, junto a los otros partidos de la oposición, tendría que ser capaz de plantear una opción viable a futuro. La izquierda, en los hechos, está siendo ignorada por los partidos políticos, aunque no puede ser desaparecida —en los hechos— del mapa político: la lucha que encabezan tanto el PRI, como el PAN, para el reparto de lo que consideran les corresponde en estos momentos, no puede tener un resultado satisfactorio.
¿Qué fue de la izquierda, la que siguió al ingeniero Cárdenas, y que hoy —generacionalmente— se encuentra en el poder? Las redes sociales nos crean la ilusión de quienes siguen participando en política, sin evidenciar que los políticos tan sólo atienden el teléfono que les queda más cercano: las redes sociales, por otro lado, también han logrado que los membretes inexistentes sigan reuniendo seguidores.
Las dos versiones se equivocan, en tanto la política no sólo se encuentra en los teléfonos, sino que pertenece —sobre todo— a las calles. ¿En qué momento comenzamos a perderle el miedo al Presidente? ¿En qué momento nos dejaron de representar los políticos? ¿En qué momento se hizo tan timorata la izquierda mexicana? Y, sobre todo, ¿en qué momento nos decidiremos a cambiar?
POR VÍCTOR BELTRI