Todos los días, los objetos cotidianos y la extraña levedad del ser humano son lo que se ha buscado siempre. El tren del tiempo lleva un correo de antes y un mensaje electrónico de ahora. En eso te conviertes. Piénsalo.
Se pierde entonces algo que no sabes qué es, ni cómo encontrarlo. Claro, encuentras el peine en la mañana, y la sonrisa en el espejo, la mujer dormida dulcemente en la cama; encuentras el tenedor, los huevos estrellados, el café con leche, el silencio a intervalos, la lucha interna a mediodía sudando.
Pero sales de allí sin saber a ciencia cierta a qué sales, al encuentro de qué vida, a la soledad de qué otros sueños. Por ahí va la frustración de no haber encontrado algún objeto debajo de la cama, tal vez la juventud, o la cada vez más lejana infancia. Ni los zapatos.
Hablo como si el callar hablara, como si el hablar sirviera, como si a ratos todo ocurriera, como si adentro fuese afuera, como si la mancha fuese blanca y el camino vereda.
Voy por la calle e imagino que ahora caminas desnuda por la casa. Ciertamente no voy a la guerra, pero quién te lo asegura. En el café ya mero arreglamos el mundo. Y es arbitrario repetir que el “Corre” no subió a primera.
Hablo como si la nada se coronara de ausencia, y una flor nadara lentamente en la hoguera. Hay una línea que cruza la ciudad y la dividei, voy de este lado con mucho cuidado, reviso las calles, los correos electrónicos, los silencios del sonido para explicarme llegado el momento.
Hablo en la mudez de un tren descarrilado al horizonte raso sin nosotros, como si en verdad importara. Camino veredas de viejos “zombies” que fueron oprimidos antes que nosotros, de otras maneras. Hablo como si al hablar convocara a una multitud, a una horda de cabrones.
Hablo en los tumultos a las mujeres y los hombres que Dios los comprendiera, como si eso hiciera patria una noche cualquiera. Y hay un mitin de desempleados en la esquina, mientras en la mesa dos hombres se inconforman inútilmente con las reformas.
En el fondo de la palabra, la palabra le habla a su propia inexistencia, a su inoportuna ausencia. No obstante cien años de ignorancia. La historia es una vieja deuda con la patria, y todavía no están sobrios los puntos ni las íes. En la superficie ocurren sucesos, nacen nuevas conversaciones, y la patria continúa extrañamente no explicada.
Pero hablo como al que ya no le quedó de otra. Digo que un día quedado en la memoria era la vida: con su libro, su taza de café, una ventana de mirar adentro, un queso en la mesa, acaso un duro mendrugo del tiempo, haciéndose cada vez memoria, calendario en la pared a solas.
Hablo en el nombre del padre, de la madre y del hijo que parió aquel domingo a las dos de la mañana. Bendito sea Dios, qué bueno que vine a conocer el hielo, y los espejos cotidianos de Macondo.
No olvidaré las canciones de la vecina vieja, el ronco palpitar de la patria. Hablo sin televidentes, sin grandes auditorios, en el salón de clases en el cuarto año, antes de salir al patio a correr, a perseguir esquivas mariposas de ese pasado.
Hablo por si eso hiciera falta en esta generación sin palabras.
Hablo desde la otra vez que me atropelló un carro fantasma, y no fui noticia mejor que la nínfula dando el clima en el noticiario de una noche lluviosa.
El tema en la mesa es esta tarde y las otras, hilando la trama, calculando fríamente el crimen de vivir al día siguiente. Alguien dice: Hay que cuidar el planeta, es el único lugar donde podemos tomar café. Y no tenemos otro.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA