Frente a las leyes electorales, el partido en el gobierno y los de oposición se encuentran en una situación que, desde el punto de vista de la teoría de juegos se conoce como un dilema del prisionero. El escenario ideal consistiría en que todos los partidos cumplieran con las restricciones para actos anticipados y los plazos establecidos para las precampañas y, en su momento, las campañas.
Por otro lado, si algún partido o candidato se anticipa y viola la ley mientras que los demás sí la respetan, podría obtener una ventaja injusta o indebida en la contienda electoral que, además, podría o no ser determinante en el resultado. Añada a este escenario la natural ventaja del partido en el gobierno en toda contienda.
Por último, si todos los partidos adelantan sus precampañas y violan la ley de un modo u otro, es posible que los efectos en ambos sentidos en la contienda electoral se neutralicen. Sin embargo, la violación flagrante a la ley por parte de todos los actores —incluyendo un árbitro electoral omiso— restaría legalidad, legitimidad e integridad en el proceso electoral y su eventual resultado. ¿Con cuánta confianza llegarían tanto las candidatas como el electorado a una elección general si hubo violaciones graves durante las etapas previas? ¿Aceptaría su derrota el segundo lugar en tales condiciones?
Los árbitros electorales, por su parte, también enfrentan un dilema al interior de sus colegiados. Como bien señaló Ana Laura Magaloni (Reforma 1º/julio/2023): si relajan demasiado la aplicación de las reglas, dejando a las y los precandidatos seguir sus respectivas estrategias, pueden perder credibilidad y legitimidad. Por otro lado, si los árbitros exigen la más estricta aplicación de la ley, también corren el riesgo de un desacato generalizado de sus resoluciones. De hecho, si a partir de mañana mismo se suspendieran todo tipo de actividades proselitistas, es posible que esto se tradujera en ampliar o mantener la ventaja del gobierno.
Dejando de lado la importante discusión de la legalidad, las estrategias electorales de los partidos políticos también enfrentan importantes dilemas. En general, si una candidata tiene una ventaja inicial, ésta preferiría enfrentar una campaña electoral relativamente corta y reducir al mínimo cualquier confrontación o desgaste en debates: en 2006, por ejemplo, López Obrador no asistió al primer debate.
Tan sólo por esa razón, si el partido en el gobierno tiene una holgada ventaja, llama la atención que el Presidente haya decidido adelantar los tiempos del proceso de selección de su candidatura presidencial, exigiendo la renuncia de todos los aspirantes oficialistas y enfilarlos a una larga campaña. Si el Presidente no hubiera adelantado los tiempos de su partido, ¿la oposición hubiera hecho lo mismo?
Si el partido oficial tiene una clara ventaja, ¿por qué el Presidente ha dedicado tanto tiempo en sus conferencias de prensa matutinas para señalar y descalificar a una aspirante de la oposición que se sumó a la contienda apenas hace unos días? ¿Le conviene al partido gobernante o a su principal precandidata atacar y/o descalificar a sus potenciales adversarios, o más bien debería ignorarlos con gracia disimulada? ¿Le conviene a los voceros del oficialismo enfrascarse en debates con precandidatos de oposición?
Es indudable que el Presidente sabe de estrategia electoral—no en balde compitió en tres campañas presidenciales y esa experiencia importa—. Sin embargo, no es lo mismo hacer campaña desde el gobierno que desde la oposición. ¿Conviene a los precandidatos del oficialismo hacer el mismo tipo de campaña que en su momento hizo López Obrador cuando era opositor?
Considere ahora el punto de vista de los partidos de oposición: si el Presidente de la República ha dado claras señales sobre quién es su precandidata favorita y quién cree que será la candidata opositora, ¿le conviene adelantar tiempos y competir en los mismos tiempos y términos que planteó el gobierno hace un mes?
POR JAVIER APARICIO