2 julio, 2025

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Pierden franceses en la boca del Tanchipa

La división del general francés Félix Charles Douay, fueron atacadas por tropas del Comandante mexicano Cristóbal Bújanos quienes desde lo alto de la montaña, empujaron piedras para causar bajas en la columna francesa

Al parecer en mayo de 1864, la División del general Félix Charles Douay, marchaba de San Luis Potosí a Tampico con el objeto de establecer en ese puerto un cuartel general y ocupar militarmente Tamaulipas.

Sin embargo, periódicos de esos días sitúan al general francés en Guadalajara, por lo que los hechos narrados a continuación, debieron ocurrir en agosto de 1865, fecha en que Douay si estaba en San Luis Potosí.

Al salir de la capital potosina, el oficial francés iba dejando pequeños destacamentos en las poblaciones a su paso.

Las guerrillas juaristas, formadas por rancheros de la región, se internaban en las sierras, hostilizando a su paso la columna, fuerte de cuatro mil hombres. Había entonces en la parte sur de Tamaulipas, un pobre y oscuro guerrillero, poco recordado por cierto, que se llamaba Juan Bújanos, quien tenía grado de comandante de nuestro ejército.

Contrario a Pedro J. Méndez figura mítica de nuestra historia, Bújanos ha quedado oscuro, sin embargo, ambos eran igualmente patriotas y valientes.

Cuando supieron que la columna Douay marchaba sobre Tamaulipas, Méndez se encargó de defender el paso de la sierra, por el camino que conduce de Tula a Tampico, mientras que Bújanos lo haría en el paso de la Boca del Abra, municipio de Antiguo Morelos.

Tula fue ocupada por franceses al igual que el Valle del Maíz, y de esas dos poblaciones salieron dos columnas, que obrando combinadas, deberían forzar el paso de las gargantas de la sierra.

Las águilas francesas se paseaban orgullosas por la mayor parte de la República; las águilas nacionales se ocultaban en nuestras sierras, para en ellas defender la legitimidad del gobierno emanado constitucionalmente. Un veterano de la región de El Mante recordaría años más tarde: “[…] cada día era para nosotros un nuevo desengaño, porque cada día también contaba para nosotros una nueva defección y para los invasores un nuevo triunfo.

Llevábamos un año de una serie no interrumpida de vergonzosos descalabros y de ignominiosas derrotas.”

El comandante Cristóbal Bújanos, con cien hombres, ocupaba la parte de la mesa de la sierra de Tanchipa, más inmediata al cañón del Abra; la columna Douay haciendo jornadas de cuatro leguas, avanzaba lentamente sobre la cañada.

Nuestros rancheros estaban resueltos sencillamente a morir pelando por la República. Cuando los exploradores de la columna imperial llegaron a la Boca del Abra, es decir, a la abertura de las montañas que empieza pasando El Pachón, Bújanos los dejó pasar sin oponer resistencia alguna.

Regresaron al campamento e informaron a su comandante del parte sin novedad, y sin sospechar la presencia de las tropas republicanas, emprendieron de nuevo la marcha y se internaron en el angosto y largo cañón, cuya parte superior ocupaban los chinacos.

La columna Douay, dividida en dos gruesas columnas, marchaba tranquila, simétrica, regular, como podría marchar en una gran parada; los oficiales franceses admiraban la hermosura del paisaje, a la vez que procuraban conservar el mejor orden de marcha.

El sol había recorrido la cuarta parte de su gigantesca curva cuando empezó la defensa. La primera columna llegaba a la mitad del cañón cuando los guerrilleros de Bújanos comenzaron a hacer caer sobre ella una verdadera lluvia de grandes pedruscos, proyectiles colocados allí por la naturaleza para nuestra defensa.

Monolitos de algunos metros cúbicos eran lanzados por nuestros soldados sobre los que formaban la columna. Unas vastas palancas movidas por cuatro o cinco hombres bastaban para lanzar desde aquella altura grandes rocas que pesaban centenares de arrobas. Las piedras caían sin hacer ruido, siniestras y terribles, sembrando el espanto y la muerte a su derredor.

El declive fuertemente pronunciado del piso del cañón del Abra, hacía que las piedras fuesen rodando sobre sí mismas y que no pudieran detenerse antes de doscientos o trescientos metros; las rocas desprendidas adquirían fuerza por la caída, y al ir rebotando, causaban espantosos estragos en la columna francesa, en la cual se introdujo el desorden pasados unos cuantos minutos.

Los soldados imperialistas comenzaron un fuego nutrido de fusilería, mientras las rocas los aplastaban. Durante una hora o poco más, la columna de Douay se batió intrépidamente, tratando de avanzar.

Algunos de los soldados de Bújanos heridos por las balas de los invasores, caían del borde superior sobre el fondo del barranco, e iban como las piedras, rebotando sobre las asperezas de las rocas.

Aquellos eran proyectiles humanos. Al medio día la columna, que había hecho alto, se vio obligada a contramarchar, acampando a las afueras del rancho El Pachón, a la entrada del cañón; mientras nuestros soldados, ebrios por el triunfo de haber hecho retroceder a tres mil hombres, seguían ocupando las mismas posiciones. Durante la tarde del mismo día, los franceses trataron de asaltar la mesa de la sierra; pero esto era imposible y renunciaron pronto a encontrar otro paso.

Al anochecer, las fogatas anunciaban las respectivas posiciones. No se habían recogido los heridos; se escuchaban quejas que subían del fondo del barranco, mezcladas con rugidos: las fieras recogían el botín de la batalla.

Los árboles confundían sus perfiles con las sombras, y en el cielo densas nubes opacaban el fulgor de las estrellas.

Débiles relámpagos iluminaban a veces hasta el fondo de la cañada, en el cual los heridos se defendían de los jaguares, pero lo instantáneo de su luz no permitía apreciar detalles que probablemente han deber sido horrorosos; por los horizontes se mezclaban las sombras, los mantos obscuros de las montañas y las nubes, más obscuras aún de la atmósfera, en una sola masa negra.

En aquella noche los astros estaban reemplazados por las fogatas militares. Como a la media noche, los rugidos de las fieras cesaron y en el campamento republicano se introdujo la alarma, los felinos guardaban el paso del barranco y cuando se retiraban a la selva, era porque la columna avanzaba.

Douay, queriendo evitar aquella horrible carnicería, trataba de pasar protegido de las sombras de la noche. Las fogatas seguían brillando para engañarnos y la columna se había puesto en marcha.

LAS FIERAS HABÍAN DADO LA ALERTA

La columna, con igual orden que en la mañana, se movía silenciosamente, avanzando por el mismo camino. La artillería y los furgones no causaban ruido alguno, los soldados no hablaban, parecía una precesión de fantasmas. Bújanos dio orden de incendiar el monte y proseguir la defensa.

Los tizones de fogatas comunicaron el fuego a los pastales de las laderas y algunos árboles, y minutos después se vio a la columna francesas aprovechar aquella luz para romper sus fuegos sobre nuestros soldados. Las piedras gigantescas comenzaron nuevamente a caer y a despedazar a la columna.

La garganta de la sierra estaba perfectamente iluminada y durante algún tiempo pudo observarse a la columna Douay avanzar con perfecto orden tratando de conquistar paso. Los peñascos arrancados de su centro de gravedad por las palancas de los soldados de la república llovían sobre el fondo del barranco.

LOS FRANCESES CAÍAN APLASTADOS COMO POR BOMBAS DE A PLACA

A las dos o tres horas de aquel combate, la columna francesa se replegaba en desorden a su campamento por segunda vez, dejando el piso de la Boca del Abra cubierto de cadáveres y de heridos espantosamente mutilados. Nuestros soldados ocupaban sus posiciones, esperando que al amanecer escucharan el toque de parlamento del enemigo. Pero éste sería el fuego del cañón.

Durante la noche los franceses habían colocado en posición las piezas de artillería y aprovechando la luz de las fogatas juaristas, habían fijado sus punterías. Cuando el sol se levantaba sobre el horizonte formado por montañas, las granadas caían sobre los patriotas soldados de la república, envolviéndolos entre nubecillas de humo.

POR MARVIN HUERTA MÁRQUEZ

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