Es una afirmación trillada, una frase repetida adnauseam que señala a la sobrepoblación como el origen de la crisis ambiental. Este mensaje resuena en las redes sociales, las conversaciones familiares y los espacios académicos por igual. “Es que somos demasiados”, “Ya
no cabemos en el planeta”. Este discurso, que lleva más de doscientos años en el closet simbólico de la humanidad, se saca cada tanto y se usa a modo. Uno de esos momentos en los que se desempolvó fue en los años sesenta. En esta década, muchos de los textos icónicos del auge ecológico señalaban a la sobrepoblación como la causa principal del deterioro ambiental. A pesar de que sabemos que esta narrativa es simplista en sus premisas, está desactualizada y es esencialmente perversa, en los últimos años ha ganado relevancia a medida que la crisis climática avanza. Desde entonces, este discurso desafortunadamente se dejó de almacenar. Esta narrativa merece ser ocultada en el cajón de las grandes vergüenzas de la humanidad pues no es más que una ideología elitista, sexista y racista, además de que desvía la atención de las verdaderas causas de la crisis ambiental.
Al culpar al crecimiento de la población como la causa del agotamiento de los recursos y el caos climático, se han justificado soluciones perversas y violentas. Muchas de ellas han incluido la promoción de políticas de control de la población, la restricción de la inmigración y el uso de la coerción. No es de extrañarse que este discurso sea utilizado recurrentemente por ecofascistas, argumentando que ciertos grupos de población (a menudo aquellos a quienes consideran responsables de la degradación ambiental) deben ser eliminados o reducidos drásticamente. En nombre de la protección del medioambiente como objetivo supremo, cualquier medio, ya sea represivo o autoritario, se justifica. Durante la pandemia, era común encontrar a quienes consideraban necesaria la muerte de muchas personas para darle un respiro al planeta. Lo mismo sucedió con la epidemia del VIH, el ébola y ocurre después de desastres que cobran miles de vidas.
EL ORIGEN DEL DISCURSO
En su icónico “Ensayo sobre el principio de la Población” (1789), Thomas Malthus inició una corriente que explora los límites de la Tierra en relación con la población. Malthus postuló que el crecimiento poblacional, siguiendo una progresión geométrica, superaría indefinidamente la capacidad de la Tierra para sustentar a la humanidad, que se incrementa aritméticamente en recursos.
Según esta hipótesis, el crecimiento continuo conduciría a la escasez, hambrunas, crisis y conflictos, siendo estos últimos o las plagas los únicos límites. Este discurso resurgió en la década de los sesenta con libros como La bomba poblacional, de Paul Ehrlich, en 1968. Ehrlich, junto a otros científicos, abogó por poner el crecimiento poblacional, especialmente en países en desarrollo, en el centro de las discusiones sobre las amenazas a los ecosistemas y la supervivencia planetaria.
Según Ehrlich, el aumento poblacional ejerce una presión extrema sobre la Tierra, resultando en escasez de alimentos, agotamiento irreversible de ecosistemas, pérdida de biodiversidad y estrés hídrico. Predijo que las futuras generaciones enfrentarían escasez de recursos, migraciones masivas y conflictos. Ehrlich propuso soluciones más radicales que Malthus, como privar de alimentos a países que no implementaran medidas de control. La bomba poblacional y Los límites del crecimiento del Club de Roma, entre otros, revivieron el malthusianismo como punto de referencia.
Este discurso le dio legitimidad al gran proyecto de desarrollo que fue la planificación familiar. Sería una manera de seguir interviniendo, esta vez bajo un discurso aparentemente pacífico. La planificación familiar se convirtió en la bandera del proyecto desarrollista encabezado por Estados Unidos. Como resultado, tanto los gobiernos, como las fundaciones, las universidades y las agencias internacionales promovieron programas de control de la población como un instrumento de desarrollo y política de seguridad.1 Estados Unidos comenzó a invertir dinero en el control de la población, empujando a otras naciones a adoptar la planificación familiar como una condición para recibir su ayuda. Estos programas fueron diseñados para reducir las tasas de natalidad de la manera más rápida y económica posible, a menudo utilizando la coerción. Partían de la premisa de que las poblaciones “subdesarrolladas” deseaban reducir
el número de hijos, pero carecían de los conocimientos y los medios para hacerlo. Estos programas de control demográfico se centraron principalmente en las regiones más empobrecidas, especialmente en Asia (China e India), América Latina y África.
Estos proyectos fueron un violento atropello a las mujeres. Causaron un profundo sufrimiento al imponer métodos coercitivos que limitaron la autonomía de las mujeres y sus derechos reproductivos, a menudo sin tener en cuenta sus necesidades y deseos individuales, socavando su salud y dignidad. Desde entonces, cuando hablamos de sobrepoblación estamos validando estas prácticas y poniendo de relieve la manera en la que la sociedad patriarcal concibe el ejercicio de la sexualidad y de la reproducción de las mujeres, mismos que parecen pertenecerles a todos, menos a ellas cuyos cuerpos están en debate.
DESMITIFICANDO LA SOBREPOBLACIÓN
¿Cómo es que más de doscientos años después, el malthusianismo sigue vigente? En tiempos de posverdad sabemos que lo que importa es más bien adoptar cualquier razonamiento que apoye nuestra manera de pensar, en este caso, posturas racistas y sexistas. Es un discurso “cómodo” en que además de que se puede verter sobre los menos responsables la culpa, los alejados geográficamente, también es reduccionista y no requiere ver todo un orden social complejo en sus estructuras de dominación. Cada vez que alguien habla de sobrepoblación, parece sugerir que de alguna manera ellos no son parte de esa población. En esta narrativa, la persona que emite el discurso se considera distinta y más importante que los demás. Siempre se trata de “otros”: los migrantes, los exóticos, los pobres, los cuerpos racializados, aquellos que no asistieron a la escuela.
Este discurso recurrente no es inocente en absoluto; representa una ideología que otorga a algunos el estatus de seres humanos completos y racionales, con privilegios, mientras que a otros los etiqueta como seres destinados a servir y ser sometidos: cuerpos desechables. Es un discurso que adoptan los más privilegiados porque no quieren que nadie compita por lo que consideran sus derechos y su merecido estilo de vida.
En este discurso malthusiano, sistemáticamente se han ignorado las causas estructurales de la pobreza y la falta de correspondencia entre el tamaño de la población y la producción de alimentos.
Se ha pasado por alto el hecho de que el problema no es la falta de alimentos, sino su distribución desigual y su producción principalmente con fines de lucro. Al atribuir guerras y pobreza a la “sobrepoblación”, se ha pasado por alto la inestabilidad política y económica en muchos países del Sur Global y las relaciones coloniales de explotación. Es decir, las predicciones malthusianas sobre la incapacidad de los sistemas productivos para alimentar a la creciente población mundial siguen siendo válidas debido a la persistencia de estructuras de poder desiguales.
Además, cuando hablamos de sobrepoblación, olvidamos que no todas las personas consumimos ni impactamos el medioambiente de la misma manera. El 1 % más rico del planeta es responsable de más del doble de las emisiones de carbono que las que producen el 40 % de la población más pobre. Las emisiones de la élite económica pueden superar con creces las de familias en comunidades rurales del Sur Global, que es en donde se siguen llevando a cabo nuevos proyectos de planificación familiar para proteger la biodiversidad. Esto sirve para desviar la culpa de los problemas sociales hacia aquellos que tienen menos poder para abordarlos.
Quiene piden a gritos la reducción de la población rara vez reconocen su propio papel en la crisis ecológica; por ejemplo, Estados Unidos tiene la mayor responsabilidad histórica en la crisis climática y ha sido el país que más ha destinado recursos económicos en planificación familiar para evitar esta crisis. En lugar de identificar quiénes están lucrando con la crisis climática —100 empresas son las responsables del 71 % de las emisiones globales de CO2— y señalar a los gobiernos negligentes y cómplices de la destrucción ambiental y climática, este discurso nos lleva en una dirección peligrosa que culpa a las personas menos responsables de esta crisis y centra la atención en las acciones individuales.
POR ANA DE LUCA