La democracia en Argentina es joven: este año se cumplen 40 años desde que regresaron a la democracia con la elección del presidente Raúl Alfonsín. En los últimos veinte años, el escenario político argentino ha estado dominado por el peronismo: Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner, quien fue reelecta, el opositor Mauricio Macri y el presidente saliente Alberto Fernández.
El domingo pasado, Javier Milei, candidato del joven partido La Libertad Avanza, ganó la presidencia en una segunda vuelta electoral con 55.6% de los votos y un 76% de participación. Ningún presidente había conseguido ese nivel de votación en décadas.
El gobierno de Fernández ha sido un desastre. La inflación anual ronda 140%, la población pobre representa 40%, y una de cada cuatro personas tiene pobreza alimentaria. Desde hace más de un año, las encuestas pronosticaban que la oposición derrotaría al peronismo en las elecciones de este año. Sin embargo, Patricia Bullrich, la principal candidata opositora quedó en tercer lugar en la primera ronda del 22 de octubre, al recibir 23.8% de la votación. El candidato oficialista Sergio Massa, secretario de Economía de Fernández, había conseguido 36.7% de los votos y el excéntrico libertario Javier Milei, 30 por ciento. A Massa le faltaron menos de cuatro puntos porcentuales para ganar la presidencia en la primera vuelta. A Bullrich le faltaron seis puntos porcentuales para colarse a la segunda vuelta.
La segunda vuelta para elegir presidentes es una buena regla electoral en la medida en que permite al electorado deshacerse de cualquier candidatura despreciada por una mayoría de votantes. Pero nada es gratis: la votación de la primera vuelta puede fragmentarse de maneras impredecibles y, por lo general, el ganador de la segunda vuelta no cuenta con mayorías legislativas.
Según el politólogo Gerardo Munck, en las elecciones presidenciales latinoamericanas observadas de 2018 a la fecha, sólo en dos países el partido en el gobierno ha logrado mantenerse en el poder: Costa Rica y Paraguay. De 2015 a la fecha, en 80% de las elecciones presidenciales de América Latina ha habido alternancia. Entre 2003 y 2014, la proporción era inversa: 56% de los candidatos oficialistas retenían el poder: era el boom de los productos básicos.
Milei se suma a la creciente lista de candidatos demagogos y/o populistas que logran triunfar en las urnas: Trump, Bolsonaro, Bukele, por un lado; López Obrador, Evo Morales, Hugo Chávez, por el otro. Muchas de las propuestas de Milei son sumamente radicales: dolarizar la economía, cerrar el banco central, reducir drásticamente el gasto público y el papel del estado en la economía (es decir, austeridad), privatizar la educación y los servicios de salud, restringir derechos reproductivos y un preocupante revisionismo de la dictadura militar de los 70. Para implementarlas, Milei tendrá que buscar el respaldo del Congreso. Los contrapesos importan.
Propios y extraños se preguntan: ¿cómo pudo ganar un candidato de este tipo en Argentina? Una parte de la respuesta es sencilla: en medio de una crisis —sólo los más viejos en México recordamos las crisis inflacionarias de los 80 y 90—, cuando el electorado está harto de los partidos tradicionales, el voto de castigo puede favorecer candidaturas extremas o radicales. Puede ocurrir que haya más certeza de lo que se quiere castigar, que de lo que se quiere llevar al poder. Así es la democracia.
¿Cómo impedir que un sistema político llegue a tal nivel de fragmentación o polarización en la que se tenga que elegir entre dos malas opciones, o que candidaturas extremas o antidemócratas disfrazados lleguen al poder? ¿En México podríamos tener una elección similar en 2024? Difícilmente, pues estamos lejos de un escenario de crisis económica similar al de Argentina. ¿Podríamos volver a tener ese tipo de crisis? Posiblemente, basta ver lo que han hecho los gobiernos peronistas con el gasto público en los últimos 30 años y compararlo con lo que está prometiendo aquí y ahora.
POR JAVIER APARICIO