Cuando Ernesto Zedillo asumió el cargo de Presidente de la República en diciembre de 1994 reconoció que su triunfo electoral había sido legal, pero no legítimo. A partir de tal reconocimiento, convocó a los partidos políticos a negociar una reforma electoral “definitiva” para que las elecciones en México fueran, ahora sí, legales, legítimas y confiables. De tales negociaciones surgió el diseño constitucional del IFE, ahora INE, y un Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (el famoso Cofipe), cuyos acuerdos políticos básicos han sobrevivido ya varias reformas electorales a nivel legal y constitucional.
Hoy sabemos cuán lejos estábamos de una legislación electoral definitiva, pero, en su momento, la reforma judicial de 1994 y la electoral de 1996 fueron todo un parteaguas en la transición democrática, cuya existencia, de repente, pretenden negar algunos simpatizantes del oficialismo actual.
Cuando Andrés Manuel López Obrador perdió las elecciones presidenciales de 2006 y 2012 no reconoció su derrota y argumentó que había sido víctima de sendos fraudes electorales. En su momento, la Sala Superior del Tribunal Electoral no encontró argumentos ni evidencia convincentes ni suficientes para anular los triunfos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
Al declarar la validez de la elección presidencial de 2006, el Tribunal advirtió, eso sí, que las declaraciones del presidente Fox “constituyeron un riesgo para la validez de la elección” y que éstas “podrían haber representado un elemento mayor para considerarlas determinantes para el resultado final”.
Hoy, el Presidente realiza conferencias de prensa diarias en las que suele conducirse como virtual coordinador de campaña de la candidata presidencial Claudia Sheinbaum. Cuando las autoridades electorales le exigen al presidente López Obrador respetar el mandato constitucional de conducirse con imparcialidad y no intervenir en la contienda partidista, el mandatario acusa que quieren limitar su libertad de expresión. Hay quien discute la razonabilidad de tales restricciones constitucionales, pero es un hecho que violar cotidianamente la ley pone en riesgo cualquier elección democrática.
A los simpatizantes del gobierno les parece grave y escandaloso que la fiscal de la Ciudad de México no haya conseguido la mayoría calificada necesaria para ser reelecta en el cargo. Al quedar en manos de un encargado de despacho, la fiscalía pierde legitimidad y se favorece la impunidad y la corrupción. Y es cierto. Por otro lado, al no haber podido reelegirse, es posible que la fiscal, que se presume autónoma, sea premiada con una candidatura partidista. No sería ilegal, sin duda —como tampoco lo fue la renuncia del ministro Zaldívar para abrazar al oficialismo—, pero hace sospechosa su autonomía.
Sin embargo, el que el pleno del Inai o el TEPJF no cuenten con una integración completa, que existan docenas de vacantes en las salas regionales y tribunales locales, y que haya un número récord de encargados de despacho en puestos directivos clave en el INE, extrañamente, sólo les parece un ligero disturbio en la normalidad democrática.
Por su parte, Lenia Batres, la más reciente ministra de la Suprema Corte se ha autodenominado como la “ministra del pueblo” y ha declarado que sus nuevos colegas “se han extralimitado” en sus funciones. Suena adecuado a los tiempos que corren en los que se premia la militancia en las máximas instancias. Sin embargo, llama la atención que ella fue designada por la voluntad de una sola persona. Su designación fue legal y conforme a la constitución, alegan algunos. Es cierto. Pero una designación unipersonal no puede tener la misma legitimidad que una respaldada por una mayoría calificada del Senado.
En aras de la estabilidad, el diseño constitucional prevé diversas salvaguardas ante las vacantes. Sin embargo, cada vacante y cada encargado comprometen la legitimidad de las autoridades. No es lo mismo legalidad que legitimidad: hubo quien hizo campaña por años con esa premisa.
Por Javier Aparicio