En este espacio he señalado que varias de las iniciativas de reforma constitucional presentadas por el Presidente son regresivas para nuestra democracia. En concreto, me refiero a la reforma al Poder Judicial que propone un “borrón y cuenta nueva” para renovar el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Tribunal Electoral y el INE, lo cual iría a contrapelo de la renovación escalonada hoy vigente. Además, la propuesta de elegir jueces y árbitros electorales mediante el voto directo obligaría a hacer campaña a quienes, por definición, deberían demostrar cierta capacidad de imparcialidad, autonomía e independencia del gobierno y los partidos políticos.
En segundo lugar, a la reforma electoral que propone eliminar la representación proporcional en ambas cámaras del Poder Legislativo, habida cuenta de que ineludiblemente produciría una mayor sobrerrepresentación en el Congreso —es decir, una mayor desproporcionalidad entre los votos y los asientos obtenidos—.
En tercer lugar, a la propuesta de desaparecer al Inai y otros órganos autónomos, lo cual debilitaría la transparencia y la rendición de cuentas, al tiempo que facilitaría los abusos y discrecionalidad del Poder Ejecutivo —sobre todo cuando ésta contara, como ahora, con un gobierno unificado con mayorías en ambas cámaras del Congreso—.
Una cuarta iniciativa de reforma preocupante es la que insiste en la militarización de la seguridad pública en el país al trasladar, de manera definitiva y permanente, el mando de la Guardia Nacional a las Fuerzas Armadas. El común denominador de tres de cuatro reformas es la concentración del poder en el Ejecutivo. Las iniciativas presidenciales sólo están dispuestas a compartir el poder con las Fuerzas Armadas, a saber, el órgano del Estado más opaco y renuente a la rendición de cuentas.
En cualquier país democrático similar a México, cualquiera de estas reformas sería preocupante, y más aún si un mandatario que se presume democrático las propusiera en conjunto.
Frente a este planteamiento, hay quienes dicen que no hay nada que temer, que ninguna de estas reformas constituye una amenaza real a la democracia del país porque no se estarían imponiendo, sino que se están sometiendo a un trámite legislativo ordinario —así sea en un periodo peculiar de campañas electorales—. Según esta línea argumentativa, ninguna democracia está en riesgo a menos que haya algún tipo de golpe de Estado, o una represión masiva a la población o a la oposición: “Antes agradezcan”. Una variante de este argumento es que no hay nada de qué preocuparse, toda vez que será difícil que alguna de estas reformas sea aprobada: “Todos tranquilos”, se trata de fuegos artificiales para animar las campañas electorales.
El error de tales argumentos es que no toda reforma legal fortalece a una democracia ni toda reforma tiene la misma legitimidad. No toda reforma que cumpla con los requisitos procedimentales de ley—un debido trámite legislativo, que se conozca y discuta en comisiones, que cuente con la aprobación de una mayoría simple o calificada del pleno de ambas cámaras, etcétera— es igualmente deseable, democrática o legítima.
Baste un ejemplo doméstico: las reformas constitucionales del “Pacto por México” contaron con todos los requisitos legales mencionados. No obstante, para la coalición gobernante esas reformas fueron algo parecido a una traición a la patria.
La evidencia comparada señala que las regresiones democráticas observadas en años recientes en países como Bolivia, Venezuela, Hungría o Turquía tuvieron reformas constitucionales similares a las que hoy propone el Presidente para agrandar al Poder Ejecutivo frente a otros Poderes.
Un país con sistema electoral mayoritario es tan democrático como uno con representación proporcional. Sin embargo, el segundo es más incluyente que el primero porque aumenta la probabilidad de que un partido político —o un ciudadano cualquiera— consiga cierta representación legislativa. Por lo tanto, no cualquier reforma o cambio al statu quo es democrática o socialmente deseable.
POR JAVIER APARICIO