¿Qué, como humanos, nos hace especiales? No mucho, en realidad. Neurológicamente hablando, nuestra inteligencia difiere de la del resto de mamíferos únicamente en grado – no en tipo.
Tenemos una mayor densidad de conexiones neuronales que otros animales, pero su mecanismo es el mismo.
Eso la vuelve… no tan interesante. Tardamos en aceptar que no somos los únicos en usar herramientas, ni en ejercer normas altruistas de ética.
Incluso algunos peces muestran un sentido rudimentario de moralidad. Debo decir que hay un par de buenas respuestas, aún así. La capacidad de lenguaje solía ser mi favorita.
Ningún otro animal puede tomar una cantidad finita de caracteres y combinarlos para comunicar una cantidad infinita de ideas, muchas de ellas abstractas y aludiendo a cosas que no existen.
El mórbido y escamoso triángulo vuela tristemente, después de todo. Pero pongámonos en los 9 zapatos de un zoólogo de otro planeta, estudiando la vida del nuestro con su telescopio.
¿Qué sobre nosotros, humanos, le intrigaría más? Pues, creo que ayer se me ocurrió algo. Prácticamente toda conducta animal tiene un propósito relacionado con dejar descendencia, y esto es algo bien estudiado hasta matemáticamente.
Cada que observas un bicho hacer cualquier cosa, puedes muy fácilmente enlazarlo con “ah, sí, es para mantenerse vivo mientras consigue reproducirse”, si no está ya en etapa reproductiva. Nos encontramos en exactamente la misma condición.
A veces con orgullo, portamos conductas de celos, agresión y hasta cortejo que son indistinguibles de aquellas observadas en babuinos – detonadas por los mismos neurotransmisores y cumpliendo los mismos propósitos reproductivos que en ellos.
En otras palabras, todo el comportamiento animal que nuestro zoólogo alienígena observaría sobre la Tierra sería muy chido, pero también totalmente esperado.
Le haría perfecto sentido ver nuestras respuestas a estímulos en prácticamente todas las áreas, incluso (y especialmente) aquellas donde podríamos mejorar.
Pero de repente, se percataría de algo inusual. Millones de humanos, estos ruidosos mamíferos a los que lleva sólo un rato espiando, migran al mismo tiempo desde todas partes del globo para congregarse en cifras inesperadas a lo largo de una delgada línea terrestre.
Enfoca su telescopio.
Tras revisar sus notas, recordaría que la migración en la Tierra ocurre con fines de disponibilidad de recursos y de asegurar condiciones favorables para el ciclo vital del organismo que la realiza.
Pero… resulta que estos humanos no están ganando absolutamente nada de eso con este raro evento migratorio.
Por el contrario, muchos gastan una cantidad literalmente astronómica de recursos para llegar ahí, y no se les compensará con nada útil para un mamífero.
Nada de comida ni refugio ni ranking jerárquico. Esto, a nuestro desconcertado alien, le parecería un autosabotaje evolutivo; una especie en camino a su propia extinción por andar gastando tiempo y recursos en cosas que no le regresarán nada de lo mismo.
Y luego vería la sombra. Ah, entonces esperaban… ¿refugiarse bajo el umbrío de su satélite? ¿Para qué? Aquel pobre zoólogo seguro se desgastaría leyendo página tras página de literatura científica sobre terrícolas antes de llegar a su momento de eureka.
Resulta que estos humanitos viven en un sistema planetario con una coincidencia preciosa. Su satélite es 400 veces más pequeño que su estrella, pero también es 400 veces más cercano a ellos.
No conocemos de un planeta donde ocurra lo mismo. Unas cuantas veces por década, los dos astros crean una conjunción perfecta en su cielo, sólo por un rato y sólo en un cachito de la superficie. No ha sucedido siempre, y en 600 millones de años la luna se habrá alejado tanto que la desolada y post-apocalíptica Tierra verá su último eclipse solar total.
Los humanos entienden esto, y por alguna extraña y hermosísima razón, lo valoran. A un zoólogo alienígena, sin duda alguna, esto le parecería sumamente especial: he aquí, una especie con capacidad de maravilla.
Un mamífero dispuesto a realizar sacrificios importantes con tal de presenciar un evento astronómico sin implicación alguna para su ciclo vital.
Sólo porque le parece increíble. De todas las (pocas) cosas que nos distinguen del resto de animales, esta es mi favorita.
Viajé desde mi natal Victoria, Tamaulipas hasta Victoria de Durango para cazar el eclipse. Pasé una semana entera revisando el pronóstico cada media hora, checando 7 fuentes distintas a la vez.
Algo que será históricamente recordado con humor seguro es la franja diagonal de nubosidad que atravesó México, perfectamente empalmada con la trayectoria de totalidad.
El mapa de nubes y el del eclipse eran prácticamente la misma imagen. Parecía de broma.
Poco antes de buscar hospedaje, escuché en las noticias que Durango ya había alcanzado el 100% de su capacidad hotelera.
Una búsqueda en línea lo confirmó rápidamente – la única habitación disponible para esa noche costaba 12,000 pesos.
Aquí les va un tip de mochilero: por internet sólo se agotan aquellos hoteles que se reservan por internet.
Salí a caminar por las calles de Durango, pasando de un callejón a otro rastreando cualquier opción de hospedaje.
Tras la décima vuelta, una pequeña y parcialmente quemada lona amarilla anunciando “HOTEL” fue mi águila sobre el nopal. Aquí mero. No solamente tenían disponibilidad el día previo al evento más turísticamente importante de Durango en las últimas décadas, sino que la habitación – donde me hospedé solo – me costó 320 pesos, con cucaracha incluida. Nada mal.
Mi plan original era tomar un autobús hasta Canatlán, donde la totalidad duraría unos cuantos segundos más.
El pronóstico, sin embargo, era aún menos generoso que con el municipio capitalino – donde también llevaba una semana consistentemente anunciando nubosidad alta.
Muy ambiciosamente en retrospectiva, pedí un Uber a la Presa Peña del Águila, ubicada a 25 kilómetros de la ciudad.
Me recomendaron el sitio porque habría mucha más gente esperando el eclipse. La cosa es que, cuando el conductor me sacó a carretera, noté dos cosas; una capa de nubes cerca del horizonte pero ubicada justo en la dirección a donde iba, y a mi derecha un ecosistema desértico con cerros espectaculares, totalmente despejado y sin una sola persona a kilómetros de ahí.
Le pedí al chofer que detuviera el viaje, y me adentré un poco en el desierto duranguense. Tras escalar a la cima de un cerro, me di cuenta de lo increíble que era el sitio. Era perfecto. Un ecosistema impecablemente conservado, sin señales humanas algunas.
Una pareja de aguilillas de cola roja (Buteo jamaicensis) fueron la tuna sobre el nopal.
Por el fuertísimo viento, pasaron varios minutos suspendidas en el aire justo sobre mí, a unos cuantos metros.
Cada que decidían vocalizar en vuelo le añadían el toque de viejo oeste a la escena. Busquen su canto en YouTube para que sepan a lo que me refiero.
Observé las fases del eclipse con los lentes cada cierto tiempo. Para este punto, llevaba unas 8 horas casi temblando de la emoción.
Mis expectativas sobre el clima llevaban una semana siendo pésimas, y finalmente pude bajar la guardia cuando cayó el mediodía: ninguna nube a la vista.
Mis expectativas sobre el espectáculo, por otro lado, esas nunca las pude bajar.
Pero jamás en mi vida había presenciado algo que opacara de semejante forma a expectativas así de ridículamente altas.
Los minutos previos a la totalidad son progresivamente oscuros, hasta tornarse casi de noche. Pero no meramente noche – el cielo era del color azul marino más vívido e intenso que he visto.
Cuando el último rayo de sol finalmente se cubre, ocurre una transformación radical del panorama y del eclipse en sí: volteas hacia arriba, y ya casi ni distingues dónde se encuentran ambos astros, todo está apagado.
Al siguiente segundo, sin avisarte, la brillante corona de totalidad ya se hizo presente. Cuando la vi, mi instinto fue gritar algo… algo que no puedo repetir aquí.
La vista que tenía arriba me bofeteó, sentí como una cubeta de agua helada. Fue casi un estado de shock.
Repito, mis expectativas ya eran estratosféricas, y sentí cómo se tornaron míseramente irrelevantes respecto a lo que estaba viendo. Típicamente con astrofotografía, lo que ves en las fotos no es lo que verías en persona.
La Vía Láctea no se ve realmente tan colorida y brillante como en imágenes de larga exposición. Pero la totalidad de un eclipse solar, honestamente, no es capturada con justicia por ninguna foto que haya visto.
En persona es infinitamente más deslumbrantemente bella. No se parece a ninguna otra cosa, tu cerebro no tiene con qué relacionarlo cuando intenta procesarlo, es una experiencia completamente nueva para él.
Nuestro género lleva poco menos de 3 millones de años haciendo de las suyas, pero el entendimiento y predicción de los eclipses es algo muy reciente en dicha escala.
La experiencia me hizo imaginar cómo habrá sido para la mente de un Homo erectus interrumpir el labrado de su lanza en respuesta a una repentina oscuridad, únicamente para voltear hacia arriba y ver un espectáculo así de irreal, haciéndose preguntas que al universo no le importa contestarle.
Qué cosa tan increíble. Traté de invertir el menor tiempo de totalidad posible en operar la cámara, entonces dejé los ajustes listos y estuve como máximo un minuto (de tres y medio) tomando estas fotos.
Pasé el resto viendo fijamente esa corona con la boca abierta mientras mi capacidad de maravilla se exprimía como limón de taquería, intentando activamente aprovechar cada segundo en nombre de todos aquellos justificadamente envidiosos alienígenas cuyos satélites simplemente no son del tamaño correcto.
TEXTOS Y FOTOS: MARCO ZOZAYA