Ahora, cada clic nos abre una ventana a nuevas experiencias, las plazas públicas ya no sólo son de piedra y concreto… se han convertido en digitales. Desde X, antes Twitter, hasta TikTok, pasando por los infaltables Facebook e Instagram, nuestros encuentros sociales se han trasladado a un espacio sin horizontes ni límites arquitectónicos. Este cambio, que se vio potenciado por la pandemia, no es nada más una transición de lugar, sino una transformación de cómo interactuamos, cómo nos presentamos y cómo entendemos la comunidad.
En este contexto, me pregunto: ¿qué perdemos y qué ganamos en este cambio de escenario? Por un lado, la accesibilidad y la inmediatez de las redes sociales permiten una difusión democrática de ideas. Cualquier persona con acceso a internet puede compartir sus pensamientos, arte y activismo con una audiencia global. Sin embargo, ¿es realmente tan democrático como parece? No sé si esta enorme plaza o taberna virtual nos coloca a merced de una cantidad incontrolable de información, no toda valiosa, ni siquiera certera. Somos víctimas de la falsa información y es fácil ser engañado en un espacio donde las opiniones se reparten por igual, vengan de un catedrático o de un iletrado. Tiene peligro la cosa, por eso es imprescindible tener cuidado. Esta otra cara de la moneda presenta desafíos que no son triviales. El anonimato y la distancia física fomentan un ambiente donde el respeto y la empatía pueden evaporarse rápidamente. Además, estas interacciones digitales, aunque ricas en número, a menudo carecen de la profundidad emocional y el compromiso que ofrecen las interacciones cara a cara. Estamos más conectados, sí, pero ¿estamos más unidos?
Las redes sociales también han redefinido el concepto de privacidad. Nuestra vida, nuestros logros y fracasos son a menudo moneda de cambio en un mercado donde la atención es el bien más preciado. Nos hemos convertido en actores en una eterna obra de teatro donde los espectadores son al mismo tiempo audiencia y críticos. Yo que tengo pocos filtros, desnudo mi intimidad y les cuento cosas que, al menos así lo intento, son para ustedes sólo entretenimiento y a mí me llegan a servir de catarsis, usando mis redes y hasta esta columna como si fueran el diván de mi terapeuta.
Pero no todo es sombrío en la plaza pública digital. También ha surgido una nueva era de creatividad y colaboración. Las barreras para entrar en el arte, la escritura y la música nunca han sido tan bajas. Las plataformas en línea han dado voz a quienes antes no la tenían, permitiendo que culturas y subculturas florezcan y se entremezclen de maneras que hasta no hace mucho eran impensables. Ahora estoy alucinando con la IA. Esta nueva herramienta puede verse como una amenaza, pero siendo medianamente optimistas, es un regalo que vendrá a facilitarnos la vida. Exige entenderlo y aprender a utilizarlo. “Que no panda el cúnico”, la revolución industrial no acabó con los empleos y los más brillantes se adaptaron y crecieron con el cambio. A eso nos obligará, bienvenido el reto y la emoción de estar alerta. Ante este panorama, la pregunta que debemos hacernos no es si debemos retroceder (el pasado, con todas sus nostalgias, ya no es una opción viable), sino cómo podemos avanzar de manera que la tecnología sirva para unir y no para dividir. ¿Cómo fomentamos un ambiente digital que promueva el respeto, la profundidad y la autenticidad? Estos son desafíos para todos nosotros, como usuarios y como comunidad.
Es domingo, hoy leeré teatro, reconozco que le dedico poco a esta disciplina, aunque me encanta. El jueves, veremos La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca en el Palacio de las Bellas Artes, le presumo a la Unagi que me sé casi toda la obra de memoria, al decir toda, exagero un poquito, aunque es algo que agradecer a mi estancia en los Maristas, hoy voy a comprobarlo en la lectura. Ya les contaré de hoy en ocho, es un privilegio tener en México a la Compañía Nacional de Teatro Clásico de España. Disfrutemos… ¡Ay mísero de mí, y ay, infelice!
POR MIGUEL DOVÁ