El resultado de la jornada electoral del pasado 2 de junio deja numerosas lecciones. Salvo incidentes que por ahora podrían considerarse aislados, la jornada transcurrió con cierta tranquilidad —sobre todo si lo comparamos con la cifra récord de asesinatos y ataques a candidatas y candidatos que ocurrieron a lo largo de las campañas—.
Si bien, los medios registraron largas filas en las casillas de muchas ciudades del país, propias de una participación cuantiosa, a partir de la tarde las casillas lucían más tranquilas. La excepción fueron las especiales, mismas que merecen discusión aparte. De acuerdo con los datos al cierre del PREP del INE, se registró una participación de 60.9% a nivel nacional. Las tres entidades con mayor participación fueron Yucatán con 71.5%, Tlaxcala con 70.2% y la Ciudad de México con 69.6 por ciento. En contraste, las tres entidades con menor participación fueron Baja California con 47.5%, Sonora con 50.2% y Chihuahua con 52.8 por ciento.
La participación del domingo fue inferior a la de las elecciones presidenciales de 2012 y 2018, cuando ésta superó el 63 por ciento. De 1994 a la fecha, se trata de la segunda tasa de participación más baja, justo después del 58.6% registrado en la reñida elección de 2006. ¿Acaso las contiendas polarizadas desalientan la participación?
El portal del PREP comenzó a reportar información a las ocho de la noche del domingo. La información fluía lentamente: a las diez de la noche apenas se registraban menos de 10% de casillas. Esto es señal de la creciente complejidad de las labores del escrutinio y cómputo de votos en casillas que deben contar seis votaciones distintas, a menudo con coaliciones complejas.
Los conteos rápidos estaban listos a las 10:50 de la noche, pero se dieron a conocer casi hasta la medianoche: el INE debe explicar bien a bien esta decisión. Dado lo holgado del resultado, es posible que el conteo rápido presidencial hubiera estado listo más temprano, mientras que las estimaciones de ambas cámaras pudieron haberse dado a conocer más tarde.
El resultado fue contundente: 59.3% de votos para Claudia Sheinbaum, 27.9% para Xóchitl Gálvez y 10.4% para Jorge Álvarez Máynez. Si bien el promedio de las encuestas le favoreció a lo largo de la campaña, un margen de victoria tan abultado sólo fue anticipado por pocas casas encuestadoras.
Sheinbaum consiguió más votos que López Obrador, su impulsor y coordinador de campaña, mientras que la coalición PAN, PRI y PRD obtuvo menos votos que en 2018 o 2021. Movimiento Ciudadano celebró su votación, pero lo cierto es que, salvo retener la gubernatura de Jalisco, no ganó ningún distrito ni senaduría de mayoría relativa.
A partir de los datos del cierre del PREP, se puede estimar una integración tentativa del Congreso, la asignación final vendrá más tarde. Así, es posible que la coalición de Morena consiga 364 curules o 72.8% de la Cámara, una mayoría calificada, mientras que en el Senado podría tener 83 escaños o 64.8% de la Cámara alta: un sexenio más sin contrapesos.
Una elección tan holgada como ésta puede tener diversas lecturas. Por un lado, representa un claro mandato del electorado: puestos a elegir entre continuidad y cambio, eligieron lo primero. Por otro lado, el cúmulo de ilegalidades registradas a lo largo del proceso, incluso antes de su inicio —como la evidente intromisión del Presidente en la contienda—, también denotan una competencia sumamente dispareja. En tercer lugar, el que la oposición haya conseguido menos votos que en 2021, también refleja vicios de una oposición cortoplacista que, antes que lograr una coalición amplia, se conformó con retener alguna gubernatura y conseguir unos cuantos asientos plurinominales.
¿Hubiera cambiado el resultado en una contienda más equilibrada? Difícil saberlo sin tener más información. Supongamos por ahora que el resultado presidencial era ineludible: ¿podemos decir lo mismo del resultado legislativo y el de las elecciones locales? El diablo está en los detalles. El proceso importa tanto como el resultado.
Por. Javier Aparicio