El último presidente de México que consiguió una mayoría calificada en una Cámara del Congreso y mayoría simple en la otra fue Ernesto Zedillo, en
1994, cuando el PRI por sí solo consiguió 95 de 128 escaños y 300 de 500 curules: 74% del Senado y 60% de la Cámara de Diputados. El día en que rindió protesta reconoció que su elección había sido legal, pero no legítima, y convocó a una negociación en busca de lo que en su momento se llamó una “reforma política definitiva”. También propuso una ambiciosa reforma del Poder Judicial que contó con el apoyo de la oposición. De tal reforma proviene la forma de designación actual de ministros de la Suprema Corte, por cierto.
Desde 2018, la coalición liderada por Morena ha tenido mayoría en ambas Cámaras del Congreso, misma que logró ampliarse en las pasadas elecciones del 2 de junio. Ningún gobierno había logrado tal cosa entre 1997 y 2015. Según estimaciones preliminares, Claudia Sheinbaum podría contar con 72% de la Cámara y 64% del Senado.
López Obrador tuvo mayoría simple en ambas Cámaras, pero nunca mayoría calificada: ni siquiera cuando el partido verde abandonó al PRI, su aliado de años, en los primeros minutos del sexenio. Esto quiere decir que podemos esperar un sexenio más de discrecionalidad presupuestal, nulos contrapesos en el Legislativo y una muy escasa rendición de cuentas.
Es en este contexto que preocupa la insistencia del Presidente saliente por desmantelar al Poder Judicial. Preocupa, además, que la futura Presidenta no quiera o no pueda deslindarse de una propuesta tan perniciosa para el bienestar del país.
El ministro Luis María Aguilar concluye su mandato en noviembre de este año, momento en el cual Sheinbaum podría designar a un cuarto ministro de perfil oficialista y con ello inactivar de facto el poder de revisión constitucional de la Suprema Corte. Bajo el diseño constitucional actual, sin cambiar nada, el control de la Corte por el Ejecutivo es sólo una cuestión de tiempo. El control de otros órganos autónomos, también.
La futura Presidenta también podría, por supuesto, designar a una ministra independiente buscando el consenso de una debilitada oposición, pero, ¿por qué lo haría? No es una pregunta ociosa: todos los presidentes desde Zedillo hasta el actual tuvieron el poder de designar ministros unilateralmente, pero sólo López Obrador ejerció esa facultad al final de su mandato. Esto no siempre fue así: el ministro Juan Luis González Alcántara recibió 114 votos en diciembre de 2018, un apoyo no visto antes.
La propuesta de elegir ministros de la Suprema Corte, magistrados y jueces mediante voto popular no sólo es mala, es pésima idea: ni siquiera los voceros más oficialistas como Arturo Zaldívar la apoyan. Ninguna democracia consolidada recurre a tal mecanismo. Aprobarla haciendo uso de las nuevas mayorías legislativas, equivaldría a desmantelar de tajo la separación de Poderes en México y pondría en grave riesgo la estabilidad política y económica del país.
La evidencia sobre las regresiones o quiebres democráticos recientes en el mundo señalan que éstos han seguido una de dos rutas típicas: en primer lugar, un avasallamiento del Poder Judicial por parte del Ejecutivo, lo cual le permite conseguir una interpretación de las leyes a modo. La segunda ruta es mediante mayorías legislativas tan amplias que le permiten al Ejecutivo reformar la Constitución a modo, sin requerir negociar o buscar algún consenso con los partidos de oposición o la sociedad civil organizada.
El resultado electoral del pasado 2 de junio ha hecho posibles ambas rutas regresivas en México: Sheinbaum podrá someter a la Corte y, además, reescribir la Constitución conforme más le convenga a ella o al líder de su partido.
Algunos ejemplos de este tipo de regresiones son: Alberto Fujimori en Perú, Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Nayib Bukele en El Salvador, Viktor Orbán en Hungría y Tayyip Erdogan en Turquía. ¿Éste es el club de países al que buscamos sumarnos en busca de prosperidad compartida?
Por Javier Aparicio