La democracia liberal, tal como la conocemos hoy, se ha consolidado como el sistema político predominante en gran parte del mundo occidental. Sin embargo, no es el único modelo viable ni, para algunos, el más adecuado en todos los contextos. A lo largo de la historia y en diversas partes del mundo, han emergido modelos alternativos que cuestionan y, en algunos casos, desafían los principios fundamentales de la democracia liberal. China es uno de los ejemplos más destacados de un modelo de organización política diferente que ha tenido éxito, al menos en términos económicos y de estabilidad social, en las últimas décadas.
Uno de los desafíos más grandes que enfrentan las democracias liberales es la posibilidad de que una mayoría del pueblo apoye una visión de país que puede ser, en última instancia, perjudicial para la democracia misma. Un principio fundamental de la democracia liberal es la existencia de contrapesos —tales como un poder judicial independiente, una prensa libre y una sociedad civil activa— que limitan el poder del gobierno y protegen los derechos de las minorías. Pero ¿qué sucede cuando una mayoría decide eliminar estos contrapesos para consolidar una visión específica de país?
Es fundamental entender que la democracia, en su sentido más básico, se refiere simplemente a un sistema de gobierno donde las decisiones se toman por mayoría. Sin embargo, el liberalismo es la estructura que asegura que esa mayoría no oprima a las minorías y que los derechos individuales sean respetados. Cuando se despoja a la democracia de su componente liberal, se corre el riesgo de que la voluntad de la mayoría se convierta en un instrumento de opresión y autoritarismo.
Por ejemplo, es posible que una mayoría apoye medidas que limiten la libertad de expresión o los derechos de ciertos grupos. En ese contexto, ¿se sigue considerando una «decisión democrática»? Aquí es donde la distinción entre democracia y democracia liberal se vuelve crucial. La democracia liberal no solo se trata de contar votos; también se trata de construir un sistema que garantice que ciertos derechos y libertades fundamentales no estén sujetos a los caprichos de una mayoría temporal.
Los contrapesos están diseñados para ser una salvaguarda contra los excesos de la mayoría, pero también pueden convertirse en el blanco de críticas cuando las instituciones se perciben como obstáculos para «hacer lo que el pueblo quiere». Esta narrativa es común en los discursos populistas que promueven la idea de que la «voluntad popular» debe ser absoluta y sin restricciones. Sin embargo, esta visión ignora que los contrapesos no existen para obstaculizar, sino para proteger. Cuando un sistema democrático comienza a desmantelar sus contrapesos en nombre de la voluntad popular, abre la puerta a abusos de poder, corrupción y autoritarismo.
El desafío más grande para una democracia liberal es cómo responder cuando una mayoría genuina apoya la eliminación de contrapesos en nombre de una visión específica de país. Esto no solo es una crisis política, sino también una crisis de legitimidad. Las instituciones democráticas deben estar en constante adaptación y renovación, pero ¿hasta qué punto es permisible que se adapten a demandas que podrían llevar al colapso de la propia democracia?
La respuesta no es sencilla. Implica un delicado equilibrio entre respetar la voluntad popular y proteger los principios fundamentales que hacen posible la democracia liberal. Esto requiere una educación cívica robusta que ayude a los ciudadanos a entender el valor de los contrapesos y las libertades individuales, incluso cuando estas parecen estar en desacuerdo con los intereses inmediatos de la mayoría.
POR MARIO FLORES PEDRAZA