No sé en qué va a parar la votación final de la reforma judicial en el Senado. No niego que el desenlace transcurrirá con un argumento digno de final de temporada: entre 128 votos posibles, todo se decidirá por uno solo de ellos, considerando que el partido en el poder tiene 85 de los 86 necesarios para su aprobación.
Más allá de la intensa semana que nos espera, convendría poner las cosas en perspectiva, porque en su afán de ganar la contienda por la opinión pública, los protagonistas no ahorrarán argumentos catastrofistas en uno u otro sentido. No, no está en juego el futuro del país, ni su aprobación generará la recesión que ya dictaminaron los críticos en contra de la 4T.
Pero tampoco es que esta reforma vaya a limpiar de corrupción a los tribunales o generar el Estado de derecho que hoy no existe. Primero, porque es equivocada la tesis de la derecha de que un Estado fuerte, como el que pretende López Obrador, es contrario al interés de los mercados.
Los países con mayor crecimiento en las últimas décadas, China y el sudeste asiático, demuestran justamente lo contrario. Hoy mismo existe un consenso de que las economías con mejores perspectivas en el próximo lustro son Vietnam, Indonesia, Filipinas e India. Todas ellas con gobiernos u organizaciones políticas de mando firme, por así decirlo.
El peso político del politburó en la sociedad china no fue tema para Apple, BMW, Danone y cientos de compañías occidentales que convirtieron a este país asiático en pista de aterrizaje de montos históricos de inversión extranjera directa. Fue la guerra de tarifas desatada por Trump lo que aminoró este proceso y provocó una “relocalización” en favor de Vietnam y naciones similares, al margen del sistema político que practiquen.
El tema para efectos del crecimiento económico no es el peso del Estado en una sociedad, sino las condiciones para hacer negocios.
Hace cien años las potencias favorecían la existencia de repúblicas bananeras, porque las necesidades de explotación y extracción de los recursos no requerían de mayor infraestructura. Hoy no es así.
Un Estado débil es contraproducente para los mercados por la exigencia de energía, comunicaciones, agua, mano de obra calificada, conectividad, etc., lo cual requiere una administración pública que las garantice. Se requiere, además, de políticas económicas que den certeza a la moneda, combatan la inflación, procuren la estabilidad política y social y ofrezcan certidumbre en las reglas del juego.
Todo eso es lo que ha ofrecido el sudeste asiático. En otras palabras, a los flujos de inversión y al comercio mundial les importa menos el sistema político de un lugar y más la capacidad del gobierno local para dar certidumbre a todas esas variables. Y, por lo general, eso no lo consigue un gobierno débil ni una sociedad sujeta a los caprichos y privilegios de una élite local rentista y/o especulativa en control de las decisiones de los tribunales.
Los fondos financieros pueden estar preocupados por la incertidumbre de la transición, sin duda. Pero, a diferencia de nuestra comentocracia, que se rasga las vestiduras como si se estuviese a punto de mancillar el santo grial, el mundo sabe que nuestro sistema judicial apesta.
Los tribunales constituyen una mesa de subastas disponible al mejor postor o a quien goce de las relaciones adecuadas. La impunidad con la que operan los jueces es rampante y no es casual que ninguno de ellos haya pisado la cárcel: su autonomía constituye una patente de corso que les garantiza esa impunidad. Por otro lado, la reforma judicial que propone el gobierno ofrece más dudas que certidumbres. Su mayor virtud reside en que lo que hoy existe es pésimo. Pero da la sensación de que el apresuramiento y la sobrepolitización de los involucrados ha minado la oportunidad de hacer una propuesta realmente pensada, de fondo.
Quitarle poder al Judicial para dárselo a otros actores en sí mismo no es garantía de nada. Pero tampoco es el fin del mundo. Dependerá de las leyes secundarias y la manera en que se aterrice a una realidad más compleja que las consignas y lemas de campaña que hoy dominan.
Lo mismo pasa con la propuesta de incorporar la Guardia Nacional a la Sedena. En la práctica así funciona desde su arranque y el cambio formal esencialmente facilita los temas laborales y presupuestales, que hoy se encuentran en un limbo.
El supuesto rasgo totalitario que quiere atribuírsele es irrelevante para los mercados, mucho más preocupados por la manera en que el crimen organizado afecta al comercio y la producción. Si esa fusión se traduce en una mayor efectividad en materia de seguridad pública no tendrán ninguna objeción, por el contrario. El reto para Claudia Sheinbaum y su equipo será, una vez que pase la polvareda, ofrecer garantías de que este empoderamiento se traducirá en mejores condiciones para operar la realidad.
Un Estado con mayor fortaleza puede derivar en Estado autoritario o en una administración pública más eficiente para provocar los cambios que la prosperidad exige. La oposición insiste en que será lo primero, la 4T tendrá que demostrar que se trata de lo segundo. Hay riesgo, sí.
Pero me queda claro que la inseguridad pública, los tribunales corruptos e ineficientes y las reglas del juego tan desiguales en favor de los de arriba, no iban a ser cambiadas por un Estado débil. Por más que lo hubieran maquillado con supuestas instituciones democráticas, en buena medida dedicadas a legitimar las inequidades del sistema.
A López Obrador se le puede cuestionar el modo de hacer las cosas, pero visto desde esta otra perspectiva, lo que está intentando es ponerle a Sheinbaum más botones en el tablero de mandos.
De ella dependerá que eso se traduzca en una navegación más eficiente.