A lo largo de la historia, las mujeres han cargado con el peso de una desigualdad estructural que ha limitado su acceso a derechos fundamentales, su participación plena en la sociedad y su presencia en posiciones de poder. Desde el derecho al voto, conquistado en muchos países apenas hace un siglo, hasta la persistencia de brechas salariales y de representación, el camino hacia la igualdad ha sido arduo y sigue lejos de culminarse. Este rezago no es solo una cuestión moral, sino un lastre para el desarrollo humano, económico y social de cualquier nación. Reconocer esta deuda histórica y trabajar por saldarla no es un acto de favor, sino de justicia.
Sin embargo, como toda causa noble, la lucha por la igualdad no está exenta de riesgos cuando se desvirtúa o se convierte en un espejo distorsionado de sus propios principios. Si el feminismo —que en esencia busca igualdad y equidad— se transforma en un discurso que promueve superioridad o exclusión, corre el riesgo de perder su legitimidad. Este riesgo no solo es ético, sino que podría desencadenar un movimiento reaccionario de igual intensidad, pero en dirección opuesta, perpetuando la polarización y dificultando los avances sociales.
Históricamente, los movimientos sociales que alcanzan un extremo han provocado respuestas contrarias de magnitud similar. En el siglo XX, la lucha obrera fue un ejemplo de esto: los excesos de algunos regímenes comunistas dieron pie a reacciones capitalistas desreguladas. En el ámbito de la igualdad de género, un fenómeno similar podría darse si la legítima búsqueda de derechos se percibe —ya sea por errores internos o por manipulación externa— como una imposición o una forma de revancha. Esto no solo desacreditaría al movimiento, sino que reforzaría estereotipos y prejuicios que se han intentado erradicar por décadas.
La lucha por la igualdad de género debe mantener como principio rector la idea de equidad: un balance justo entre derechos, responsabilidades y oportunidades. Esto implica rechazar tanto las dinámicas de opresión histórica como cualquier intento de replicar dichas dinámicas en sentido inverso. La inclusión debe ser auténtica, no excluyente, y las políticas diseñadas para nivelar el campo de juego deben considerar el impacto social en su conjunto, evitando polarizar aún más a las sociedades.
Saldar la deuda histórica con las mujeres requiere un esfuerzo colectivo, inteligente y empático. Es necesario promover políticas que garanticen igualdad salarial, acceso equitativo a la educación y representación proporcional en espacios de decisión, sin caer en tokenismos ni radicalismos. El objetivo no es desplazar a un género en favor de otro, sino construir una sociedad donde hombres y mujeres trabajen juntos en pie de igualdad.
La historia nos enseña que los cambios sostenibles son aquellos que no solo son justos, sino que se perciben como tales. El feminismo no debe ceder a la tentación de responder con exclusión a siglos de exclusión. Por el contrario, debe seguir siendo un movimiento que inspire, una ola que impulse la justicia, sin caer en los vicios que busca erradicar. Solo así evitaremos que, en lugar de saldar una deuda histórica, terminemos generando nuevas fracturas sociales.
POR MARIO FLORES PEDRAZA