Hablar de ética en nuestros días puede parecer un ejercicio nostálgico, una especie de lamento por un pasado donde las virtudes ocupaban un lugar central en las decisiones humanas. Sin embargo, este diálogo es más urgente que nunca en un mundo donde el progreso, aunque vertiginoso, parece haber dejado atrás las brújulas morales que guían hacia el bien común.
La ética, entendida como el conjunto de principios que orientan nuestras acciones hacia lo correcto, enfrenta una batalla desigual en el régimen sociocapitalista predominante. En este sistema, las decisiones —ya sean personales, corporativas o estatales— tienden a subordinarse a los intereses del capital, dejando a las virtudes como piezas de museo que ya no encajan en la narrativa del «éxito». La lógica del mercado no solo mercantiliza bienes y servicios, sino que también amenaza con convertir los valores éticos en productos transaccionales.
En la sociedad actual, actuar con ética es más difícil que nunca. La globalización, las tecnologías digitales y la hiperconectividad han hecho que las acciones individuales tengan repercusiones complejas e impredecibles. ¿Cómo conciliar, por ejemplo, la búsqueda de un trabajo que asegure el sustento con el rechazo a prácticas empresariales que explotan a otros o destruyen el medio ambiente? La paradoja ética del consumidor, que exige productos baratos y de calidad pero cierra los ojos ante las condiciones de explotación en las cadenas de producción, es un ejemplo claro de cómo los dilemas morales se han vuelto casi omnipresentes.
Además, las virtudes clásicas —como la justicia, la templanza y la fortaleza— parecen haber perdido relevancia en una cultura que exalta la inmediatez y el individualismo. En lugar de premiar la rectitud, se aplaude la astucia; en vez de buscar la equidad, se tolera la competencia desmedida. Esto crea un vacío ético que las instituciones tradicionales, como la familia, la educación y las religiones, encuentran cada vez más difícil llenar.
El capitalismo, sin una base ética sólida, se convierte en un mecanismo deshumanizante. La subordinación de todas las decisiones a los intereses del mercado puede llevar a la erosión de los derechos fundamentales, al deterioro del medio ambiente y al aumento de la desigualdad. Cuando el capital se erige como el único juez de lo que es valioso, se corre el riesgo de que los seres humanos se reduzcan a simples engranajes en una maquinaria económica.
Sin ética, el futuro estará condenado a una espiral de insatisfacción, donde los avances materiales no compensen la pérdida de aquello que realmente nos define como humanos: nuestra capacidad de elegir el bien, incluso cuando resulta difícil o impopular. En este sentido, el primer paso es recordar que el éxito de una sociedad no se mide por su riqueza, sino por su capacidad de vivir con justicia, equidad y respeto por la dignidad de todos sus miembros.
POR MARIO FLORES PEDRAZA