En el núcleo de toda sociedad civilizada, las leyes se erigen como una fuerza reguladora esencial, pero no todas las normas nacen de la misma raíz. Algunas surgen de la necesidad práctica de evitar el caos, otras se fundan en la costumbre, y unas pocas, las más sublimes, se inspiran en una búsqueda del bien común y de la virtud. En este sentido, reflexionar sobre el origen y propósito de las leyes resulta imprescindible para comprender los desafíos del mundo actual.
Las leyes no solo deben ser una herramienta coercitiva que dicte qué se puede o no se puede hacer; su verdadero poder radica en su capacidad para moldear el carácter de una nación. Una sociedad que únicamente se rige por el miedo a la sanción no puede aspirar a la excelencia; en cambio, cuando las leyes tienen como objetivo educar a los ciudadanos en la virtud, entonces cumplen su propósito más elevado. Pero, ¿qué significa educar a través de las leyes en un mundo globalizado, polarizado y lleno de desigualdades?
En muchas democracias contemporáneas, las normas parecen más enfocadas en mantener el orden inmediato que en guiar a la ciudadanía hacia una vida mejor. Se priorizan los intereses económicos, la estabilidad política o los acuerdos internacionales, mientras se deja de lado la formación moral y cultural de los ciudadanos. Sin embargo, ¿podemos considerar legítima una ley que no promueve un ideal más alto?
Las leyes deberían ser un puente entre el presente imperfecto y un futuro deseable. No basta con que eviten el conflicto; deben sembrar valores compartidos que trasciendan generaciones. En el contexto actual, esto podría significar normas que fomenten el respeto mutuo, la protección del medio ambiente y la solidaridad frente a las desigualdades. Por ejemplo, si las leyes económicas solo protegen los intereses de los más poderosos, condenan a la mayoría a un estado de alienación y resentimiento. En cambio, una legislación que garantice educación de calidad y acceso equitativo a oportunidades no solo reduce tensiones sociales, sino que cultiva ciudadanos más responsables y comprometidos con el bien común.
Además, las leyes deben ser diseñadas y aplicadas bajo el principio de equilibrio. En un mundo donde las políticas se debaten con fervor, es fácil olvidar que las normas también tienen un rol pedagógico. Una legislación excesivamente punitiva o rígida puede sofocar la creatividad y generar desconfianza, mientras que una demasiado laxa fomenta la arbitrariedad y el abuso. El desafío radica en encontrar ese punto medio donde las leyes sean a la vez firmes y justas, protectoras y orientadoras.
Finalmente, la clave está en la participación ciudadana. La ley no debe ser vista como algo ajeno impuesto desde arriba, sino como un reflejo de los valores colectivos. En una época donde las voces ciudadanas tienen más herramientas que nunca para ser escuchadas, las leyes deben nacer de un diálogo constante entre gobernantes y gobernados, asegurando que el pueblo no solo obedezca las normas, sino que las respete porque las reconoce como suyas.
En última instancia, las leyes no son un fin en sí mismas; son un medio para alcanzar una vida en comunidad que nos permita desarrollarnos plenamente como seres humanos. Es nuestro deber como sociedad revisar continuamente su propósito, asegurándonos de que no se limiten a regular comportamientos, sino que también sean una invitación a aspirar a la virtud y al progreso compartido. El mundo actual, con sus retos y posibilidades, nos exige recuperar esa visión más profunda de la ley, una que vaya más allá de la conveniencia momentánea y se dirija hacia la construcción de una humanidad más justa y sabia.
POR MARIO FLORES PEDRAZA