16 abril, 2025

16 abril, 2025

Ese bribón llamado destino

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

Pablo, un muchacho de unos 20 años, llegó al parque. Era mediodía y el sol pegaba fuerte. Buscó una banca donde sentarse. En la única que se encontraba bajo la sombra estaba sentado un anciano de unos ochenta años, muy concentrado en la lectura de un libro.

Pablo se acercó y, tímidamente, le preguntó al hombre:
—¿Puedo sentarme?
El anciano, sacado de su ensimismamiento, volteó a verlo. Pablo repitió la pregunta:
—¿Puedo sentarme?
El hombre esbozó una sonrisa benevolente y asintió con la cabeza.
—¡Claro! No todos los días tengo a un joven de compañero de banca.
Señaló con la mano la parte libre del asiento y, luego, se la extendió para saludarlo. Añadió:
—Soy Fernando, mucho gusto.
Pablo le devolvió el saludo con un apretón de manos.
—Soy Pablo, mucho gusto, señor.

Pablo se sentó. Traía un libro de matemáticas en la mano y estaba a punto de abrirlo cuando notó que el hombre no leía un libro cualquiera, sino un diario ya viejo, con pequeños papeles asomándose entre sus páginas, probablemente notas que Fernando guardaba allí.

—¿Vienes a estudiar aquí a esta hora, muchacho? —preguntó Fernando.
—No, vine por mi novia y traje el libro para repasar mientras ella sale. Mañana tengo examen y no puedo fallar. ¿Usted viene a leer? —preguntó Pablo, señalando el diario.

—Sí. Yo no voy a tener examen, pero me gusta aprender siempre —contestó Fernando.
—¿Ah, y de qué se trata ese libro que está leyendo? —preguntó Pablo.
—Es el diario de mi vida. Hace algún tiempo, ya ni recuerdo cuánto, me di cuenta de que necesitaba llevar un diario donde plasmara mis experiencias, las buenas y las malas. Lo leo con cierta frecuencia para aprender de lo que he vivido.

—¿Y aprende cuando lo relee?
—Siempre —afirmó Fernando.
—¿Y busca aprender algo específico o solo lee y le llega el aprendizaje? —preguntó Pablo intrigado.
—Siempre busco algo. Hoy trato de entender cómo enfrentar a ese bribón que siempre juega con los dados cargados y al que llamamos destino. Y no me malinterpretes, a mí no me pesa mi edad, ni mis arrugas, ni mi pelo blanco, ni el hecho de que mis pies a veces deben arrastrarse para poder caminar. Lo que no quiero es ser una carga para los demás, que tengan que estar conmigo porque me ven vulnerable, incapaz de atender mis más elementales necesidades. Quiero que mi vejez sea digna y libre como el viento, que me recuerden como lo que soy, con lo bueno y lo malo, sin que la vejez distorsione mi vida.

Fernando calló y dejó que su mirada vagara mientras sus pensamientos daban vueltas sobre lo que había dicho.
—Yo también le temo al destino —dijo Pablo tras un momento de silencio—. A menudo pienso en ello y me atemoriza no saber cómo manejarlo. Ahora que menciona que es un bribón, yo he visto que a veces una equivocación que parece pequeña ha sido suficiente para cambiarle la vida a una persona. Un amigo, sentado en el piso de una camioneta que manejaba otro amigo a velocidad normal, salió volando y pegó con su cabeza contra el suelo, muriendo instantáneamente. A otro amigo, unos tipos lo levantaron y ya nadie sabe de él. El destino los tomó allí, sin más ni más.

Fernando asintió con tristeza.
—Sí, el destino no pide permiso, solo actúa.
Pablo lo miró con seriedad y preguntó:
—Si el destino tiene los dados cargados, ¿entonces ya no se puede cambiar nuestro destino?
Fernando sonrió con suavidad.

—Hay quien piensa que, desde que fuimos concebidos en el vientre materno, nuestra sentencia ya estaba dictada: inapelable, irreductible, fatal. Hay quienes no creen en el destino pero nadie tiene el control completo de su vida.

Hojeó su diario. Extrajo una pequeña nota doblada y se la mostró a Pablo.
—Aquí escribí hace muchos años: «El destino nos puede arrebatar muchas cosas, pero no la capacidad de decidir cómo enfrentarlo».

Pablo la leyó en silencio. Luego, levantó la vista.
—Entonces, ¿cree que podemos desafiarlo?
Fernando se encogió de hombros.

—No siempre. A veces sí, a veces no. Quizá la clave no esté en desafiarlo, sino en aprender a vivir con él. Lo que sí nos toca es actuar según nuestras convicciones para alcanzar nuestros sueños. Y lo más importante: nunca llegaremos a la meta si aplazamos el inicio de la carrera.

Pablo meditó sobre sus palabras y, por primera vez, sintió que el destino no era solo un ladrón, sino también un enigma. Tal vez no había una respuesta definitiva.
El reloj marcaba la una de la tarde. Pablo miró su teléfono.
—Es hora de ir por mi novia.

—Y la mía la de saborear una copa de tinto —dijo Fernando, alzando su diario. Luego, lo observó por un momento y sonrió.
Pablo se puso de pie y le tendió la mano al anciano.
—Gracias, Fernando. Me dejó pensando.
Fernando hizo una pausa y, con un gesto de reflexión, dijo:
—Hoy ambos hemos aprendido algo.
Se despidieron y siguieron su camino, sin saber si el destino había decidido su jugada final.

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