Escribo como si nunca hubiera hablado conmigo mismo, como escribo una carta al extraño futuro, como si fuese la primera vez que pasara por la calle cantando. Escribo a quien se supone lea esto por descuido, porque así lo haya decidido, por lo que sea, porque me extrañe, por curiosidad o morbo.
Escribo como en el cuaderno instalé el primer poema incomprensible, dos veces leído por mi únicamente. Papel encontrado años después adentro de un bote de leche Nido con dos pesos Morelos.
Escribo como escriben un recado todos los del barrio, una señora puso la lista del mandado. Escribo esto en el currículum sencillo para no dañar mi imagen imperfecta con la imaginación extrafalaria del poeta, escribo en mi ausencia y firmo lo necesario.
Escribo como si fuese la última letra del alfabeto oculto, como los rollos descubiertos en un mar todavia no escrito. En el limbo escribo, en el limbo y para una biblioteca donde soy el único lector del año que falta en el mundo.
Escribo y anexo una foto con mi rostro descubierto, con el estruendo de la trituradora del paisaje. Por suerte llueve y escribo en la memoria como si nunca hubiera escrito.
En cada gota de tinta habita un regimiento de cazadores de sueños, en cada segundo el viento impulsa la respiración al fondo de las más pequeñas eternidades. Escribo a solas y a tientas, a secas arando en el desierto un poco de arándano. Ahí hay un jueves en el abecedario deshojado, ahí tenemos a Shakespeare, el tiempo que gobierna, dos piezas de pan, grumos de nostalgia, existe un bosque y el mundo en el cual vivo al pendiente.
Preocupa el gran poder de la palabra como el gran poder de Dios, quien la dice con exactitud es un personaje que practicó largas horas en la madrugada con un blanco móvil y astuto. Preocupa el alcance, el daño, la fuerza, la prepotencia, y la facilidad con la que cambia el mundo.
Camino por el mundo entre la multitud de las palabras, entre la nieve blanca y la sangre roja, ciego con los ojos del francotirador descalzo. Escribo la historia de quien sembró un plátano bajo mi ventana, de lo que escucho bajo la almohada, del riachuelo de pequeñas arañas.
Del lado contrario viaja otro texto con el mismo destino, llegarán juntos y quizás se vuelvan amigos, no quiero estar ahí para verlos. Me dicen lo prohibido y siendo así soy el contrario.
Escribí que faltan árboles para que amanezca, faltan amanecidos pájaros de una fiesta, sobran las sombras que se desbaratan, el papel lo aguanta todo y pronto empiezo a escribir del día a cielo abierto. Aquí, se supone, debe haber paisajes, explosiones humeantes, ukelele, contrastes, y al final un largo silencio.
Bajo el prototipo de escribidor mediocre, tengo sin embargo la humildad premiada en un texto que suele ser perfecto e inquietante. Y así pasan los años de manera que un día sea el profesor que tuvo una gran idea; otro día, mejor el título que el contenido; a veces es mejor la forma y no lo que se escucha.
Al escribir puedo conversar de arquitectura y diseñar un edificio rococó, sin impurezas humanamente más modesto, quien escribe es un lujo de poeta imaginante. Sospecho que escribir es un trabajo imprescindible para seguir adelante. La literatura junta los dioses que nos acompañan hasta que amanece y otro lee lo que no entiende.
Escribo en sentido contrario a las manecillas del reloj, en frases que al no salvarme me llevan derecho al paredón. Una y otra vez aquí voy, señora vez. Casi cruzo los límites del espejo para ver lo que no se puede ver, pero el espejo me llena otra vez de mi nada, escribo pensando en cómo sería la realidad copiada.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA