La tormenta había comenzado, la habían estado pronosticando durante la semana, inició como un murmullo lejano, pero pronto se volvió rugido. La carretera era un río de lodo y ramas, y uno a uno, los autos se detenían frente a un hotel que se adecuó de lo que alguna vez fue una hacienda, era el único refugio que se veía en kilómetros a la redonda.
Once personas estaban encerradas allí esa noche: ocho huéspedes, un matrimonio que lo administraba, una cocinera Todos estaban ahí por necesidad, no por elección.
No había suministro de energía por parte de la compañía que los abastecía, pero afortunadamente contaban con una vieja plantita que operaba con gasolina. Es decir, operaría mientras durara el combustible. No había señal para teléfonos o internet. Ni forma de salir. Afuera, la tormenta era implacable. Adentro, el aire estaba cargado de ansiedad por la situación.
En medio del estruendo, un silbido escalofriante se abrió paso, gutural, como un grito aversivo. Nadie supo de dónde venía. Alguien comentó que parecía un silbato que usaban los mexicas durante ceremonias y rituales de sacrificio. Después de esto nadie habló. Poco después, la esposa del dueño del lugar que preparaba la mesa del comedor para cenar emitió un grito de terror, encontró a uno de los huéspedes sentado en un sillón de respaldo alto, degollado, tenía la garganta abierta con una precisión quirúrgica. Todos corrieron hacia donde ella se encontraba dándose cuenta de lo sucedido. El horror y el miedo se instalaron con
fuerza entre las personas.
Unos minutos después, mientras el grupo se reponía de la sorpresa, una persona con uniforme de oficial de policía portando un impermeable, abrió la puerta, entró en el hotel, al ver que había gente congregada en la sala, se acercó alarmándose al ver al hombre asesinado. Dio un paso atrás y sacó su pistola amenazando a las personas, apuntando a la cocinera quien tenía un cuchillo en la mano.
-Suelte el cuchillo -gritó. Josefa la cocinera, soltó el cuchillo y levantó las manos. El dueño, con los brazos en alto le pidió al oficial, cuyo nombre era Luis Narváez (pues lo portaba en un gafete que lo identificaba) que escuchara lo que tenían que decirle. Le explicaron lo que había sucedido y después de una larga discusión acordaron con él que nadie se quedaría fuera de su vista, tomó el control de la situación y empezó con la investigación.
Los interrogatorios comenzaron. Las tensiones crecieron. Todos tenían algo que ocultar. Una arquitecta curiosa comenzó a sospechar de pasadizos ocultos, luego se percataron que ella tenía planos de la casa; la cocinera mostró el cuchillo, estaba limpio y a primera vista no correspondía con el usado para degollar a la víctima, pero no quedó fuera de sospecha, era callada y conocía rincones que nadie más pisaba; un supuesto vendedor de seguros parecía observar más de lo que hablaba, y de pronto fue sorprendido tomando notas de los hechos. El silbato volvió a escucharse.
Había sucedido un segundo ataque, fue más torpe. No hubo muerte, pero sí sangre. Laura Méndez, una maestra jubilada, fue encontrada herida en un hombro junto a su habitación. Dijo que vio una sombra moverse entre las paredes antes de
perder el conocimiento.
Fue entonces cuando Camila, la joven arquitecta, notó algo extraño: las botas del oficial estaban secas, casi limpias. Pero su impermeable estaba empapado. Algo no cuadraba. Comentó ante todas las personas:
-Se dan cuenta que ese horroroso silbido se oye antes de que ataquen a alguien, Una libreta apareció en la sala. Otros dibujos de túneles. Horarios. Notas escritas con precisión. Nadie sabía de quién era. Más bien, alguien sí, pero no lo dijo.
Las sospechas se generalizaron. Las miradas se volvieron filosas. Nadie dormía. Nadie confiaba. Josefa, la cocinera, encontró una tabla suelta en la despensa. Detrás, un acceso olvidado. Un pasadizo que conectaba con el vestíbulo. El asesino podía moverse sin ser visto.
Iván, el hombre que decía vender seguros, intercambió una mirada con ella. Parecía que actuaban en complicidad. El oficial de policía, que se había ausentado unos minutos, llegó con un pañuelo ensangrentado- Lo había encontrado en el cuarto de la arquitecta. La sangre tenía el patrón de un cuchillo. Ella lo negó firmemente, pero asustada.
Luis fue implacable:
-Está usted arrestada señorita Camila. La tormenta ha amainado, en cuanto amanezca la llevaré a la comisaria.
Le puso las esposas ante las protestas de Camila y el asombro de los demás. Se dirigió a su patrulla para ver si ya tenía comunicación con la base.
El sonido escalofriante, gutural, volvió a escucharse, todos se sorprendieron con temor. Afuera ya no había tormenta. La de adentro estaba en su clímax.