Miles de años antes de la era cristiana Jehová y el pueblo de Israel suscribieron un pacto sagrado. Según consta en Levítico 26: 12 el Creador dice “Seré su Dios y ustedes serán mi pueblo”, acuerdo que fue ratificado en el Monte Sinaí (Éxodo 24) con al profeta Moisés como testigo e intermediario.
Como resultado de ese compromiso, Dios se comprometía a brindarle al pueblo israelita protección, guía y prosperidad, la Tierra Prometida de Canaán y a que, a cambio de su obediencia y lealtad, serían una nación santa.
Advertía, sin embargo, que, en caso de incumplimiento, los castigaría con derrotas militares, opresión y exilio, como los que sufrieron a manos de los imperios de Egipto, Babilonia y Roma.
Todo marchaba conforme a lo planeado, sin embargo, la aparición de Jesucristo modificó el escenario. Los gobernantes y patriarcas de Israel esperaban, como anunciaban los profetas, la llegada de un mesías que descendería de los cielos, sería un Rey poderoso que liberaría al pueblo israelí de todo yugo y que, además, gobernaría a la humanidad.
Desafortunadamente, la llegada del Salvador no ocurrió como auguraban las profecías. Jesús no descendió del cielo, tampoco lo hizo con poder y gloria, nació en un hogar humilde, por eso se dedicó a defender a los desposeídos y a combatir a los poderosos, incluidos los jerarcas religiosos, a los que llamó “raza de víboras” (Mateo 23-33) y acusó de haber convertido el templo del Altísimo en una cueva de ladrones, (Lucas 19-45 a 47), entre otras imputaciones.
La grave denuncia del Nazareno enfureció a Caifás, sumo sacerdote judío, y a los miembros del Sanedrín, Consejo de sabios de la agrupación. No podían aceptar que el hijo de un carpintero los inculpara y faltara al respeto impunemente.
Por ese motivo emprendieron una campaña de descrédito, contra el mesías al que desconocieron. Dijeron que era impostor y con la ayuda del gobierno imperialista de Roma lo acusaron del delito de sedición y mediante un juicio injusto e ilegal fue condenado, después de torturarlo y someterlo al escarnio público, a morir crucificado, uno de los métodos de ejecución más crueles de la antigüedad.
Además, para evitar que en el futuro las enseñanzas del enviado y sus seguidores fueran a echarles al pueblo encima, los representantes de las trece tribus urdieron subrepticiamente un plan para combatir al cristianismo y a sus adeptos.
Ese fue el origen de lo que en el correr de los siglos se llamaría la gran conspiración judía.
El complot permaneció oculto mucho tiempo hasta que varias filtraciones lo pusieron al descubierto. En el siglo XVII, 1650, el escritor español antisemita Francisco de Quevedo lo denunció en una obra satírica titulada “La Isla de los Monopantos”, en la que develaba la estratagema de dominación.
Dos siglos más tarde, en 1868, otro escritor, el alemán Herman Godchez, publicó una nueva versión de la consigna. En una novela denominada “Biarritz” relata que doce rabinos se reunieron en un cementerio de Praga para definir la forma en la que se apoderarían del mundo.
A partir de esa fecha, innumerables obras difundieron también la maquinación, entre ellas la más famosa y leída de todas, “Los Protocolos de los Sabios de Sión”, de Sergei Nillus, (1905), El Judío Internacional, de Henry Ford, (1920), Mi Lucha, de Adolfo Hitler, (1925), la Gran Conspiración Judía, de Traian Romanescu, (1956), Derrota Mundial (1953) y América Peligra, (1965) del escritor mexicano Salvador Borrego.
El escritor, semiólogo y filósofo italiano Umberto Eco publicó asimismo en octubre de 2010 la novela histórica “El Cementerio de Praga”, en la que aborda la controversial maniobra conspiratoria.
A pesar de los siglos transcurridos y de las acciones emprendidas en tiempos modernos por los gobiernos de Israel y los Estados Unidos de América para poner en duda y desacreditar la veracidad de la conjura, el asunto sigue vigente y gracias a la traducción de todas esas obras en numerosos idiomas es conocida en todo el orbe.
Un incidente ocurrido el 25 de agosto de 2020 así lo demuestra. Mary Ann Mendoza, integrante de la Junta de Asesores de la campaña de reelección del presidente norteamericano Donald Trump debería de haber hecho uso de la palabra en la convención republicana, pero a última hora la sacaron del programa.
¿Cuál fue la razón? Aparentemente, que la asesora había aludido en su cuenta de Twitter a la conspiración de las élites judías enviado a la agrupación antisemita “QAnon”, simpatizante del mandatario estadounidense.
Contra lo que aseguran los estadounidenses e israelíes, igual que sus defensores, en el prólogo de la edición de “Los protocolos de los sabios de Sion”, los adversarios de ambos, entre ellos los editores de la obra reiteran la autenticidad y el convencimiento de que la confabulación es verdadera con dos hechos que en su opinión resultan incontrovertibles.
El primero. la destrucción de la edición completa de la obra de Nillus. Los judíos -dicen- contrataron a una banda de asaltantes que subieron al tren que transportaba los textos del escritor ruso y quemaron los ejemplares que se repartirían entre el público. Segundo, que todo cuanto en ellos se relata se ha puesto en práctica en muchas naciones de la vieja Europa y, por desgracia, también en Rusia, su patria.
Los Protocolos –señalan- son los acuerdos tomados por los judíos en el primer congreso sionista de Basilea, Suiza, (entre ellos la creación del Estado Judío en Palestina, la Tierra Prometida) celebrado en 1879, o sea, el plan de acción que desarrollarían por medio de la masonería para gobernar el mundo, que están consiguiendo paulatina pero seguramente, incluso con la cooperación inconsciente de sus propios enemigos que piensan que la trama es una falacia.
Terminan diciendo: “Si conseguimos despertar el entusiasmo de nuestros lectores, hacer que se enteren del peligro que nos amenaza y se interesen por la defensa de la Patria, daremos por bien empleados nuestros sacrificios y desvelos. LOS EDITORES”.
Los hebreos pensaban que al tener una nación fuera de Europa eliminarían de raíz el creciente antisemitismo a que había dado origen la crucifixión de Jesucristo, pero se equivocaron, este sigue en pie, aunque ya les quitaron la acusación más grave.
Como se sabe, los seguidores de Cristo y los fieles del cristianismo impusieron a los judíos de la casta sacerdotal de hace dos milenios el delito de deicidas o asesinos de Dios hasta que el Papa Benedicto XVI, el alemán Joseph Ratzinger, los exoneró de toda responsabilidad en el libro “Jesús de Nazaret” que publico el 2007.
POR JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ CHÁVEZ
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