Hubo un día, hace más de 15,000 años, en alguna estepa helada de Eurasia, en que un lobo se acercó a una fogata encendida por un grupo de humanos. No fue un acto de sumisión, sino de inteligencia compartida. Tal vez no lo sabían, pero en ese instante nació una de las relaciones más profundas, duraderas y conmovedoras de la historia del planeta: la de los humanos y los perros.
Desde entonces, nos han acompañado en todo. En guerras, exploraciones, tragedias y celebraciones. En las cuevas de Altamira en Cantabria, en las calles de Roma, en los barcos de los vikingos, en los palacios del Japón imperial y en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Han sido nuestros compañeros de caza, nuestros guardianes, nuestros salvadores, nuestros terapeutas y, sobre todo, nuestros amigos.
Desde pequeño sentí una fascinación especial por los animales. Primero fueron los dinosaurios: leía todo lo que podía sobre ellos, con la imaginación desbordada ante esas criaturas colosales. Luego vinieron los animales en general, y después llegaron los perros, como si el destino supiera que algún día tendría que escribir esto. Mi papá apareció un día cuando aún era muy pequeño con un schnauzer gigante sal y pimienta ya adulto, al que llamaron Ache —le dijeron que era un nombre alemán, y nosotros lo creímos. Ache se convirtió en parte de nuestra familia, disfrutaba cuando lo bañaban y, como si tuviera un lugar ganado, se subía un rato a la cama de mis papás, que siempre fue el punto de reunión de todos. Cuando murió, nos dejó un hueco enorme. Después llegó otro de la misma raza y con el mismo nombre, que ahora sí creció con nosotros desde cachorro. Lo disfrutamos mucho, aunque siempre cargué con la culpa de que no teníamos un patio como el que él merecía. Años después llegó Pepa, una cocker spaniel tierna, cariñosa, que vivió muchos años y acompañó a mis padres y hermana en muchos momentos, mientras mi hermano y un servidor, estudiábamos fuera de casa.
Pasaron algunos años y llegó Churchill, un bulldog inglés bellísimo que me regaló mi entonces novia, y ahora esposa, y que sin duda ha sido uno de los mejores regalos que he recibido. Nos encantaba acostarnos con él en el patio, mientras él intentaba lamernos las orejas, con esa ternura desbordante y esa mirada noble. Churchill era bondadoso como pocos. Luego llegó Winston, otro bulldog inglés, inquieto a morir, travieso como él solo, pero igual de noble. Nunca los vi enojados. Los dos murieron: Winston de viejo, y Churchill por una planta que mordió, que le envenenó y le dejó secuelas de las cuales no pudo recuperarse. La muerte de ambos me dolió profundamente.
También llegó Chef, un bichón frisé blanco, que aún vive. Lo recuerdo en un video dejándose acariciar por mi hija cuando tenía uno o dos años. Chef tuvo muchas enfermedades, y para que pudiera recibir el cuidado adecuado, lo entregamos a una veterinaria que lo cuida con cariño y lo arropó como parte de su familia. Afortunadamente, ha tenido una vida muy larga y feliz.
Más adelante llegó Pinky, un pomeriano blanco que ha crecido con mi hija y es su adoración. Aunque ladra mucho y es miedoso como pocos, es tierno, tranquilo y heredó la bondad de Winston, con quien alcanzó a convivir. De vez en cuando veo como se deja perseguir por mi hija quien lo abraza y lo hace parte de sus días. Y recientemente llegó un labradoodle que nos tiene vueltos locos. Mi hija lo llamó Teddy. Aún es un cachorro, pero ya se ha ganado el corazón de todos.
Así han sido para mí: presencias constantes, silencios compartidos, compañía fiel y leal, recuerdos entrañables. Forman parte de mi vida como las estaciones, como los libros, como la música que uno siempre vuelve a escuchar.
Hoy existen más de 400 razas oficialmente reconocidas, desde el diminuto chihuahua hasta el imponente gran danés, pasando por pastores alemanes, border collies, labradores, malamutes, akitas, salukis, cockers, bóxers, dálmatas, shibas, pugs, beagles, schnauzers y decenas de otros nombres que son mucho más que clasificaciones: son formas distintas de amor. Cada raza con su historia, sus virtudes, su carácter, su temperamento, como si la naturaleza hubiera encontrado en el perro un lienzo para la diversidad emocional.
Y no se trata solo de sentimientos. La ciencia ha confirmado que los perros pueden detectar cáncer, anticipar convulsiones, leer nuestras emociones, oler el estrés, y hasta identificar nuestra voz entre una multitud. Un estudio reciente reveló que incluso imitan el parpadeo de otros perros como una forma de lenguaje emocional. Otro demostró que priorizan nuestras acciones más que los objetos que usamos. Y algunos han llegado a concluir que acariciarlos antes de salir de casa reduce significativamente su ansiedad: como si supieran que cada adiós es, en cierto modo, una pequeña despedida del alma.
Algunos científicos, como los de la Universidad de California, han identificado genes que podrían explicar por qué ciertas razas viven más que otras, como los golden retrievers que poseen un gen vinculado a la longevidad incluso cuando están genéticamente predispuestos al cáncer. En paralelo, empresas biotecnológicas están desarrollando fármacos para extender su vida, en parte porque hay algo de injusticia en que vivan tan poco quienes más nos han querido.
Y sin embargo, no hacen falta laboratorios para entender lo esencial. Basta ver cómo un perro lame las lágrimas de un niño, cómo espera durante horas a su dueño frente a una puerta cerrada, cómo celebra con saltos un regreso como si fuera el milagro que había estado esperando todo el día. Perros como Hachiko, que esperó durante nueve años la llegada de un amo muerto, o como Balto, que cruzó la nieve de Alaska con su equipo de trineo para entregar una vacuna que salvó a cientos de niños. O como Laika, la primera criatura terrestre en orbitar el planeta, lanzada al espacio con más amor que ética, convertida en un símbolo de una época.
Pero más allá de los nombres y las hazañas, está el perro de la casa. El que duerme a los pies de la cama. El que se asusta con los cohetes y los truenos. El que de cachorro destruye los zapatos, el que mueve la cola aunque esté enfermo. El que nos mira como si fuéramos mejores de lo que en verdad somos. El que muere en silencio, con dignidad, y deja un vacío que pesa más que muchas despedidas humanas.
Un mundo sin perros sería un mundo más solitario. Ellos no exigen, no juzgan, no odian, no olvidan. Son memoria viva del amor incondicional. Y por eso, en tiempos donde todo parece cada vez más artificial, más fugaz, más volátil, la presencia de un perro sigue siendo una de las pocas certezas auténticas que tenemos. Nos recuerdan que la lealtad existe. Que la nobleza no es una invención. Y que el amor, a veces, tiene cuatro patas.
Quizá no haya otra especie que haya entendido tan bien el arte de acompañar. Por eso, este texto es un homenaje. A los que están y a los que se han ido. A los que han sido parte de nuestras historias. A los que aún llegarán y nos enseñarán, de nuevo, a ser mejores humanos.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA lo permite.
Placeres culposos: Playoffs de la NBA y liguilla del futbol mexicano.
Teddy para Alo y Greis…
POR DAVID VALLEJO