CIUDAD VICTORIA, TAM.- Elsa Gabriela Moreno Mendoza es madre de cuatro hijos, dos de ellos diagnosticados con autismo.
Su historia es una de lucha, fe, entrega y resistencia frente a la adversidad. A sus 41 años, cuenta con la voz entrecortada cómo el camino hacia la maternidad estuvo lleno de dolor y retos, pero también de milagros.
“Mi esposo y yo desde jóvenes soñábamos con ser padres. Pero no fue fácil”, recuerda Elsa. Se casaron cuando ella tenía 22 años, y la ilusión de convertirse en madre se topó con la dura realidad: no lograba embarazarse.
Cuando finalmente lo consiguió a los 24, la alegría se desmoronó rápidamente. A los tres meses, perdió al bebé.
“Se me desprendió, y en el hospital me dijeron que era algo normal, que muchas mujeres pasaban por eso. Pero en mi corazón sentí un miedo terrible de no poder ser mamá”.
Ese mismo año, sin planearlo, volvió a quedar embarazada. Sin embargo, otra vez la tristeza golpeó su puerta: sufrió un segundo aborto.
“Fueron dos pérdidas y después un legrado que me dejó lastimada, física y emocionalmente. Yo pensaba: ya no voy a tener hijos, porque escuchas que eso puede dejarte estéril”. Pero no se resignó. Con lágrimas en los ojos, le pidió a Dios que, si estaba en su destino ser madre, Él se lo permitiera. Un año después, llegó la noticia que cambiaría su vida: estaba embarazada otra vez. Sin embargo, la dicha venía acompañada de un embarazo de alto riesgo.
“Tuve que hacer reposo absoluto. Los doctores me dijeron que cualquier movimiento podía ser peligroso”. Así nació Gabriel, su primer hijo, tras un parto que ella describe como “un horror”.
El trabajo de parto fue inducido y duró más de 10 horas, con complicaciones que dejaron a su bebé atorado en el canal de parto, sin oxígeno. “Gritaba que algo no estaba bien, pero no me hacían caso. Me sentía impotente”.
Gabriel nació sin llorar. Pasaron largos minutos antes de escuchar su primer llanto, mientras los médicos luchaban por reanimarlo. “Yo gritaba y sólo me decían que me callara. Después supe que ya estaba en un color negro, casi sin oxígeno”.
Fue internado en terapia intensiva; había aspirado líquido amniótico y estaba en estado grave. Para Elsa, esos días fueron una agonía interminable. “No nos daban esperanzas, me dijeron que, si sobrevivía, quedaría en estado vegetativo. Fue lo más duro que he escuchado en mi vida”.
Contra todo pronóstico, Gabriel sobrevivió. Pero no sin secuelas. A los cinco meses, una nueva batalla llegó: le diagnosticaron meningitis viral. Otra vez estuvo al borde de la muerte, y otra vez, los médicos no daban garantías.
“Me dijeron que podía quedar ciego o en estado vegetal. Fue como revivir la pesadilla”. Pero su pequeño guerrero salió adelante, aunque con dificultades en su desarrollo. “Se caía mucho, tuvo que volver a aprender a hacer cosas que ya había logrado. Empezó a caminar mucho después de lo que es normal”. Esa solo era la primera parte de el sufrimiento que iba a pasar durante los siguientes años. Pues tras años de ejercicios en el CREE por fin fue diagnosticado su hijo mayor con autismo, uno severo que lo hacia muy agresivo y no podía ser autosuficiente, mas que para comer por si solo.
EL DOLOR DE AMAR A UN HIJO QUE A VECES DA MIEDO
Elsa ha aprendido a vivir con el corazón en un puño. Madre de cuatro hijos, dos de ellos con autismo, su historia es la de una mujer que lo ha sacrificado todo para criar a un hijo que, a veces, la abraza… y a veces la lastima.
“Yo amo a Gabriel con toda mi alma, pero hay días en que le tengo miedo”, confiesa Elsa, con los ojos llenos de lágrimas.
Su hijo mayor, de 17 años, padece un autismo severo que ha hecho de la vida familiar una batalla diaria. “Es difícil decirlo, porque es mi hijo, pero cuando tiene crisis se pone muy agresivo. Rompe todo lo que está a su alcance. Me ha golpeado, me ha jaloneado, me ha mordido. No lo hace por maldad, pero duele. Física y emocionalmente”.
La violencia no es constante, pero siempre está latente, como una tormenta que puede estallar en cualquier momento. Elsa aprendió a leer las señales: una mirada perdida, un movimiento brusco, un grito repentino.
“Vivo en alerta todo el tiempo. No puedo relajarme nunca, porque en segundos puede empezar a tirar puertas, romper vidrios o aventarme cosas. Es muy duro vivir con ese miedo dentro de tu propia casa”.
La situación fue tan complicada que Elsa tuvo que renunciar a su empleo. “Tuve que dejar de trabajar porque no había quién lo cuidara. Nadie quería hacerse cargo. Y yo no podía estar tranquila, pensando que podía lastimar a alguien o hacerse daño él mismo”. Su mundo se redujo a las paredes de su casa. Las salidas con amigas, las reuniones familiares, incluso los paseos sencillos al parque se volvieron un lujo imposible.
Su casa también cambió completamente, no existen vidrios, espejos u algo que pudiera ser peligroso, los cuchillos están guardados bajo llave, esto debido a que Gabriel ha roto la mayoría de ventadas espejos y hasta la taza del baño la cual aseguran arrancó con sus propias manos.
Elsa asegura que ama profundamente a Gabriel, pero no romantiza su situación. Hoy, Gabriel tiene 17 años y enfrenta un autismo severo, que lo hace ser agresivo en ocasiones. Elsa también cría a una niña de siete años con autismo, pero que es funcional y asiste a la escuela; así como su hijo del menor y un pequeño quienes son testigo de ello que vice su familia entera y son su mayor ayuda junto a su marido, el cual sale cada día a buscar el sustento familiar.
A pesar de todo, no hay un atisbo de arrepentimiento en sus palabras. “Son mis hijos, y cada uno es un milagro. Lo que hemos pasado me ha hecho más fuerte, aunque también me ha arrancado lágrimas que nadie ha visto”. La historia de Elsa Gabriela es la de miles de madres que, en silencio, pelean cada día por el bienestar de sus hijos, enfrentando sistemas de salud deficientes, diagnósticos desalentadores y el peso emocional que trae consigo el autismo.
RAÚL LÓPEZ GARCÍA