11 mayo, 2025

11 mayo, 2025

Rosalinda y Pablito

EL FARO/FRANCISCO DE ASÍS

El hombre se levantó bruscamente de la cama. El alboroto afuera lo había despertado, aún no amanecía. Se asomó por la pequeña ventana de la habitación y su rostro se tensó al reconocer a quienes estaban allí: Eligio, su primo, llevaba de la mano a una niña regordeta de unos trece años. Lo acompañaban dos policías y varias personas más, desconocidas para él.

—¡Sal, Rutilo! ¡Da la cara! ¡Responde por lo que hiciste! —gritaba Eligio, blandiendo un machete con ademanes amenazantes—. ¡Cobarde!

Rutilo se puso la camisa a toda prisa. Garabateó algo en un papel. Su esposa, aún adormilada, le preguntó:

—¿Qué pasa, Rutilo?
—Nada, mujer. Me tengo que ir. Dame unos minutos y sales con este papel en la mano. Diles que me fui y les dejas esto.

Le entregó el papel, abrió una ventana que daba al monte y huyó.
Desde dentro, Eva respondió:
—¡Espérenme! Me estoy vistiendo, ya salgo —intentando ganar tiempo para su esposo.
Poco después salió. Antes de que pudiera hablar, Eligio le advirtió:

—Queremos hablar con Rutilo, no contigo, Eva. Dile que salga.
—No está —dijo ella—. Se fue temprano. Nomás dejó esto.
Mostró el papel: “Me tuve que ir por un trabajo. Luego vengo.”
—Pues bueno —dijo Eligio, con dureza—. A ti te va a tocar responder. Aquí traigo a Rosalinda, mi hija. Está embarazada. Y el desgraciado de tu marido es el padre. Vamos a ver de a cómo nos toca.
Eligio exigía que se cubrieran todos los gastos médicos, incluido el parto.
—Y no quiero partera. ¡Quiero doctor! —remató.

Eva, incrédula, negaba todo. Su esposo era el pastor de la iglesia del pueblo. ¿Cómo podía ser posible?
—Eso no prueba nada —dijo Eva, intentando defenderlo—. Él no sería capaz.
Rosalinda, firme, respondió:
—Él fue. Me dijo que, si no le hacía caso, Dios me mandaría al infierno.
Eva dudó… hasta que la niña dijo con seguridad:
—Tiene un lunar en la nalga derecha.

La verdad la golpeó como una piedra. Eva reaccionó con furia. Maldijo a su esposo, gritando que no era justo tanto fregar lavando ropa ajena y haciendo pan para que él la traicionara así. Juró que lo haría pagar, que se pudriría en la cárcel.

La tragedia sucedía en una comunidad indígena de la sierra hidalguense, donde la ley se aplicaba solo hasta donde los “mayores” lo permitían. Ellos sentenciaron: Eva debía cubrir los gastos médicos del parto.

Una semana después, Eva recibió una transferencia de dinero. Luego, una llamada.
Era Rutilo.

Le confesó que el niño era suyo, pero negó haber forzado a la niña. Según él, la niña había consentido.

Discutieron. Al final, llegaron a un acuerdo: parte del dinero sería para el nacimiento del niño, el resto, para él.
Rutilo le dijo que tenía trabajo, que otros pastores lo apoyarían porque les había dicho que todo era mentira.

Eligio, decidido, viajó a la capital y presentó la denuncia. Sabía que en su pueblo nadie movería un dedo. Pero pasaron los meses y, salvo una visita de los policías ministeriales, el caso fue enterrado.

El niño nació. Robusto, sano y sonriente. Rosalinda y su familia, incluido Eligio, estaban felices. Rutilo enviaba dinero suficiente. Eva ya no lavaba ropa ajena ni hacía pan. La vida, al menos en apariencia, se había acomodado.

En la comisaría, un policía preguntó al comisario:
—¿Qué vamos a hacer con esta denuncia? ¿Lo vamos a buscar?
—No. Ahí déjala. Ya nos mandó diez mil pesos —respondió el comisario.
Cuando el niño cumplió tres meses, lo bautizaron con el nombre de “Pablo”, como su abuelo. Hubo una gran fiesta con tamales, pozole y antojitos. Todos querían cargar a Pablito, acariciarlo, besarlo. Se había convertido en una bendición para la familia.

Aunque en el fondo, todos sabían la verdad, durante el convivio empezaron a justificar a Rutilio, diciendo que, si la tía Gonzala había parido a los quince años, o Ramona la comadre, había tenido a su primer chamaco a los trece, que así se estilaba por allá.

La ignorancia, la pobreza, la corrupción, un sistema incapaz de procurar justicia… y un pastor delincuente sin pizca de decencia ni moral, le robaron la inocencia a una niña. Le impusieron el peso de ser madre antes de aprender a vivir. Una niña obligada a ser madre. Una infancia rota para siempre.

Facebook
Twitter
WhatsApp