Felipe regresaba a su casa; eran cerca de las once de la noche. Venía de la tertulia que, casi cada noche, compartía con sus amigos. Llevaba la guitarra con la que solía alegrar la reunión. Al doblar la esquina, apresuró el paso al ver luces de patrullas frente a su casa. Ya más cerca, distinguió tres unidades y dos policías que llevaban esposada a su madre.
Dejó la guitarra en la acera y corrió hacia ellos.
—¡Momento! ¡Esperen! ¿Qué pasa? —preguntó angustiado. Uno de los agentes se le acercó con firmeza.
—¡Deténgase ahí! ¿Quién es usted?
—Es mi madre —respondió Felipe, con el alma en vilo.
—La señora está acusada de fraude. Tenemos una orden de aprehensión. Será llevada a la comisaría. Allí le pueden dar más información.
Felipe los siguió. En la comisaría le confirmaron que su madre había sido arrestada por una deuda de un millón de pesos. Un hombre de traje barato y mirada turbia se le acercó y le dijo con voz cínica:
—Su mamá le debe a Don Chava. Se los prestó para jugar en el casino. Si no paga, será consignada. Después será mucho más difícil que salga.
Don Chava era un conocido agiotista del barrio. No era la primera vez que le prestaba a doña Mercedes, y en el pasado ella ya le había entregado las joyas heredadas de su madre, aun cuando las deudas eran mucho menores.
Felipe se sentó, devastado, sin saber qué hacer. Tenía 24 años vivía con su madre, ambos se mantienen de la pensión que les dejó su padre quien murió en un accidente en el trabajo. Había abandonado la carrera de medicina seducido por la vida bohemia. Era alto, guapo, de ojos azules y con una voz que enamoraba. Siempre era el alma de cualquier fiesta: comidas, cenas o reuniones, donde lo invitaban para escucharlo cantar. Las mujeres lo buscaban: jóvenes, maduras, casadas, viudas… Todas anhelaban una sonrisa, un beso, o algo más. Entre ellas, Rosa.
Rosa era una mujer entrada en años, rolliza, de rostro desagradable, con el cabello teñido de amarillo aunque las raíces delataban unas canas insistentes.
Era una de las prestamistas más temidas del barrio. Rica, astuta y poderosa, Rosa había intentado en múltiples ocasiones que Felipe cayera en su red.
—Pásate un fin de semana conmigo —le decía—. Te doy para lo que quieras.
Es más, te mantengo a ti y a tu mamá, y hasta le doy unos centavos para que juegue en el casino.
A Felipe le repugnaba Rosa. La evitaba siempre que podía, incluso cambiando su camino para no encontrarla.
Aquella noche, Rosa observaba todo desde su ventana con una sonrisa sarcástica, oscura y voraz. Como la fiera que sabe que su presa ya no tiene escapatoria. Ordenó a uno de sus matones, Matías, que fuera a la comisaría a averiguar discretamente qué había sucedido.
Al día siguiente, Rosa se enteró de todo. Mandó a Leocadio, un muchacho del barrio, a que “por casualidad” se encontrara con Felipe y le sugiriera pedirle ayuda a ella.
Felipe llegó a la casa de Rosa poco después del mediodía, abatido. Tocó con timidez. Aniceto, el otro matón, lo miró con sorna. Tras una breve espera, lo dejaron pasar.
—A ver, muchacho —dijo Rosa desde su sillón tapizado de terciopelo—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Felipe le contó, con dificultad, lo sucedido.
—¿Un millón? —fingió sorpresa Rosa—. ¡Válgame! ¿Y cómo vas a pagarme?
No tienes trabajo, y esa choza en la que vives no vale ni una décima parte.
Felipe bajó la cabeza, derrotado, y se giró para irse. Entonces Rosa lo detuvo:
—Pero podríamos llegar a un arreglo. Te presto el dinero y no tendrás que pagarme ni un peso.
Felipe se volvió, incrédulo.
—Yo puedo pagar la deuda de tu madre hoy mismo… y no te cobraría nada.
¿Cómo habría de cobrarle… a mi marido?
El día de la boda, la iglesia estaba abarrotada. Muchos eran invitados de la novia, pero más aún eran los que habían acudido por morbo, para ver al príncipe del barrio, al joven apuesto de voz de oro, marchar al altar con la bruja que había comprado su libertad.
Cuando sonó la marcha nupcial, el ambiente era solemne. Los murmullos se apagaron, los celulares se bajaron, y los jóvenes miraban con una mezcla de pena y respeto. Pocos sonreían. El silencio pesaba. Era como si no asistieran a una boda, sino a un funeral.
Porque ese día no se casaba Felipe.
Ese día se enterraba su libertad.