Hubo un tiempo en que la democracia era un ideal que encendía pasiones, que movilizaba pueblos, que hacía temblar tronos y caían imperios a su paso. Decir “democracia” era decir libertad, igualdad, dignidad. Era hablar del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Era la promesa de que nadie más mandaría sin el consentimiento de los gobernados. Era el acto radical de ponerle límites al poder y darle voz al ciudadano.
Pero, ¿en qué momento esa promesa se volvió eslogan?
¿En qué instante la democracia pasó de ser un proyecto emancipador a una rutina aburrida, un trámite electoral, un fetiche de legitimidad?
Decimos vivir en democracias, pero ¿a quién le pertenece realmente el poder?
¿Quién lo ejerce? ¿Y a favor de quién? Porque hoy, más que nunca, el pueblo parece existir solo como recurso narrativo, como excusa para justificar decisiones ya tomadas, como actor pasivo de una obra que se escribe desde arriba.
Lo que alguna vez fue un sistema construido sobre la participación activa de los ciudadanos, se ha convertido en una maquinaria que tolera su desinterés. Ya no se espera que pensemos, solo que votemos. Ya no se nos exige razón, solo presencia. Mientras más distraídos, mejor. Mientras menos preguntemos, más fluido marcha el simulacro.
Y lo más trágico: parece que lo aceptamos.
Hemos confundido democracia con procedimiento, libertad con formalismo, política con mercado. El derecho a elegir se ha vaciado de contenido. Elegimos entre lo que se nos permite elegir. Opinamos dentro de los límites de lo que se puede opinar. Y todo está diseñado para que parezca que somos nosotros los que decidimos, cuando en realidad estamos simplemente participando en nuestra propia domesticación.
La promesa de la democracia era construir un espacio donde el pueblo pudiera ser protagonista. Lo que tenemos es una escena donde el pueblo es parte del decorado, movilizado cada tanto para simular que el guion sigue siendo suyo. Como decía Rousseau, el pueblo inglés cree ser libre, pero solo lo es durante el día de las elecciones; el resto del tiempo es esclavo.
Y quizás hoy ni siquiera en el día de las elecciones somos libres. Porque el marketing político, el algoritmo, los pactos oscuros y el dinero han colonizado también ese momento sagrado. La democracia, así, ya no es una promesa, sino una excusa.
POR MARIO FLORES PEDRAZA