CIUDAD VICTORIA, TAMAULIPAS.- Dentro del Centro de Ejecución de Sanciones (CEDES) de Victoria, en la sección femenil, habitan cinco niños menores de tres años.
No están detenidos ni enfrentan proceso alguno, pero comparten el encierro con sus madres, mujeres privadas de la libertad que los crían en un entorno marcado por el control, la vigilancia y la rutina carcelaria.
Este número refleja una realidad poco visible: en Tamaulipas, como en otras partes del país, el sistema penitenciario permite que las internas convivan con sus hijos durante los primeros tres años de vida.
Y tras ese periodo, comienza un proceso de transición coordinado con la Procuraduría de Protección a Niñas, Niños y Adolescentes, para que los menores pasen a cuidados familiares o a entornos institucionales fuera del penal.
Al caminar por el módulo femenil, sobresalen elementos que no se esperarían en un reclusorio: juguetes, carriolas, cobijas infantiles, biberones y dibujos colgados en los muros.
Son señales de una niñez que se abre paso en un lugar hecho para castigar, no para criar.
Las madres, como Gloria N., cargan a sus hijos, los alimentan, los consuelan y participan en un programa de educación inicial dentro del penal.
Algunas de estas infancias comenzaron incluso desde el embarazo: varios bebés han sido gestados y nacidos durante el tiempo de reclusión de sus madres.
La atención médica obstétrica se brinda en hospitales externos mediante coordinación con el IMSS o la Secretaría de Salud, y existen convenios para garantizar vacunación, revisiones pediátricas o traslados hospitalarios con custodia, si es necesario.
El personal del centro aclara con firmeza: “Los niños no están presos, están con sus madres”, sin embargo, sus días transcurren entre puertas de seguridad, conteos, horarios estrictos y un espacio limitado donde sus juegos tienen fronteras marcadas por el concreto.
La ley protege el derecho de las mujeres a estar con sus hijos durante sus primeros años de vida. El sistema intenta brindar una convivencia digna, pero la cárcel no es un entorno pensado para la infancia.
Aun así, estos pequeños crecen, juegan, sonríen; se aferran a los gestos cotidianos, a los abrazos, a las palabras que aprenden dentro de este encierro compartido.
Una vez cumplidos los tres años, los menores deben dejar el penal, donde la transición no es sencilla, pues muchos tienen vínculos afectivos únicamente con sus madres, y su salida representa un quiebre emocional fuerte.
El Estado interviene en estos casos para buscar opciones seguras y adecuadas, aunque no siempre con la rapidez o sensibilidad que el momento requiere.
Mientras tanto, la vida sigue su curso entre rejas. Cada pequeño zapato, cada voz infantil entre pasillos, recuerda que hay vidas que inician en lugares donde otras cumplen condenas.
Por Antonio H. Mandujano