El jazz es una conversación en la que las notas fluyen como palabras, donde la improvisación es la ley y improvisación es la ley y cada músico encuentra su voz en el instante preciso. Se toca con el cuerpo, con la mente, con la emoción de cada momento. No se repite, no se copia, no se domestica.
Se reinventa en cada interpretación. Cada acorde, cada pausa, cada solo es un acto de libertad. Surgió en los barrios de Nueva Orleans, donde a finales del siglo XIX los ecos de África, Europa y el Caribe se encontraron en un crisol de culturas.
La música de los esclavos africanos, con sus ritmos hipnóticos y su espíritu de resistencia, se fusionó con las marchas militares de los blancos y las armonías de la música clásica.
En los burdeles de Storyville y en las calles donde las bandas de metales tocaban en funerales, el jazz comenzó a tomar forma. El piano de Jelly Roll Morton, la trompeta de Louis Armstrong y el clarinete de Sidney Bechet le dieron al jazz sus primeras grandes voces. Se convirtió en la música de la calle, de los clubes, de la vida nocturna.
La improvisación se volvió el alma del género: un mismo tema podía sonar distinto cada noche, dependiendo del humor del intérprete, del ambiente, del público.
En la década de 1930, el jazz creció y se convirtió en el sonido de una era. Duke Ellington, con su elegancia y sofisticación, llevó el género a las grandes orquestas. Su big band transformó los clubes de Harlem en escenarios de sinfonías vibrantes. Benny Goodman, el “Rey del Swing”, convirtió el jazz en la banda sonora de la juventud.
La música dejó de ser solo para los clubes oscuros y encontró su camino hacia las salas de baile y la radio. El swing dominó los años 40, pero el jazz nunca se quedó quieto.
En los clubes de Nueva York, músicos inquietos comenzaron a desmantelar el formato de las grandes bandas. Charlie Parker, con su saxofón frenético, y Dizzy Gillespie, con su trompeta torcida, revolucionaron el género con el bebop. Canciones más rápidas, armonías más complejas, solos impredecibles.
El jazz dejó de ser música de baile y se convirtió en música para escuchar, para desentrañar, para admirar. Cada década trajo una nueva revolución. Miles Davis, el eterno innovador, creó el cool jazz, más suave, más atmosférico.
Luego volvió a cambiarlo todo con el jazz modal en Kind of Blue, uno de los discos más importantes de la historia y mi favorito del género. John Coltrane, con su saxofón místico, llevó el jazz a un plano espiritual con A Love Supreme, mi segundo álbum favorito del género. Thelonious Monk, con sus acordes imposibles, hizo del piano un instrumento de geometría sonora. El jazz nunca se limitó a un solo sonido.
En los años 60, el free jazz de Ornette Coleman rompió todas las reglas. La música dejó de seguir una estructura, se convirtió en un diálogo sin restricciones. Sun Ra, con su piano y su mitología cósmica, llevó el jazz al espacio. El funk y el rock llegaron en los 70 y el jazz los abrazó sin miedo. Herbie Hancock, con Headhunters, creó un sonido eléctrico, bailable, hipnótico.
Weather Report, con su bajista Jaco Pastorius, llevó el jazz fusión a niveles de virtuosismo inéditos. Chick Corea, con Return to Forever, exploró los límites entre el jazz y la música progresiva.
En la actualidad, el jazz sigue transformándose. Kamasi Washington, con su estilo épico, ha traído de vuelta el sonido grandioso del jazz espiritual, por cierto, este genio musical se presenta próximamente en la CDMX.
Esperanza Spalding, bajista y vocalista, ha fusionado el jazz con el soul y la experimentación. Robert Glasper, con su mezcla de jazz, hip-hop y R&B, ha redefinido el sonido del jazz moderno. Pero el jazz no solo se tocó. Se cantó. Desde sus inicios, el jazz vocal ha sido una forma sublime de contar historias, de hacer sentir, de hablar sin hablar. Las voces en el jazz no solo interpretan melodías: conversan, suspiran, gritan, ríen, seducen.
La voz se convierte en instrumento. Y a veces, el silencio entre las palabras es el verdadero protagonista Louis Armstrong fue quizás el primero en demostrar que la voz humana podía improvisar como cualquier otro instrumento. Su scat, esa forma libre de vocalizar sin palabras, abrió una nueva dimensión expresiva. Bessie Smith, la “Emperatriz del Blues”, cantó con una fuerza devastadora sobre el dolor, el deseo y la libertad, convirtiéndose en una de las primeras leyendas vocales del jazz. Luego llegó ella.
Ella Fitzgerald. Perfecta, clara, juguetona, virtuosa. Su dominio del scat era asombroso, su tono inconfundible, su capacidad de volar con la melodía y aterrizar con dulzura era sobrehumana. Cantar con Ella era como improvisar con los dioses. Y cuando unió su voz con la de Louis Armstrong, el universo se detuvo a escuchar. Billie Holiday, en cambio, cantaba con las cicatrices del alma. Su voz no era técnica, era verdad. Con cada nota le ponía nombre al dolor, al abandono, al amor imposible.
En “Strange Fruit”, su canto se convirtió en una protesta desgarradora contra el racismo. Ninguna otra voz ha contenido tanta tristeza y belleza al mismo tiempo. Sarah Vaughan, con su rango vocal imposible, y Dinah Washington, con su elegancia dramática, añadieron nuevas capas al jazz vocal. Mientras tanto, Frank Sinatra hizo del swing una forma de seducción refinada. Su fraseo impecable, su control del tiempo, su capacidad de frasear como si conversara con cada oyente, lo convirtieron en uno de los grandes. Chet Baker cantaba como si cada palabra le doliera.
Con su trompeta y su voz casi susurrada, tejía atmósferas íntimas, melancólicas, etéreas. Nina Simone rompió todos los moldes: era pianista clásica, cantante de jazz, activista, bruja de la emoción. Cuando cantaba “Feeling Good” o “I Put a Spell on You”, el mundo se detenía. Con ella, el jazz era hechizo
Y entonces llegó Nat King Cole, que hizo del piano una alfombra y de la voz un paseo. Tony Bennett, con su calidez elegante. Peggy Lee, con su sofisticación sensual. Carmen McRae, con su precisión hipnótica. Mel Tormé, con su suavidad sedosa. Y más tarde, voces como Diana Krall, Cassandra Wilson, Norah Jones o Gregory Porter han mantenido viva la llama, llevándola a nuevas generaciones
. Escuchar jazz es entrar en un mundo complejo donde la música respira, cambia, se adapta. Cada interpretación es única. Cada músico y cada cantante lleva la conversación en una dirección diferente. La mejor manera de escucharlo es con la mente abierta, permitiendo que la improvisación guíe el camino.
El jazz es la música de la libertad. No tiene fronteras, no tiene límites. Se alimenta del presente, se transforma con cada generación. Mientras exista alguien dispuesto a tomar un instrumento o abrir la boca y dejar que la música fluya sin restricciones, el jazz seguirá vivo y vibrante. Además eterno ya que no existe nada más romántico que escuchar jazz de fondo mientras conversas con tu pareja en una velada romántica.
PLAYLIST PARA LA OCASIÓN: Take Five, Dave Brubeck; What a Wonderful World, Louis Armstrong; Fly Me to the Moon, Frank Sinatra (con arreglo jazzístico de Count Basie); Summertime, Ella Fitzgerald & Louis Armstrong; So What, Miles Davis; My Favorite Things, John Coltrane; Feeling Good, Nina Simone; Autumn Leaves, Chet Baker; Sing, Sing, Sing, Benny Goodman; Misty, Erroll Garner; Lush Life, Johnny Hartman & John Coltrane; Cry Me a River, Julie London; My Funny Valentine, Sarah Vaughan; Don’t Explain, Billie Holiday. My Fanny Valentine para Greis y Over the Rainbow para Alo.