1 agosto, 2025

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El dibujante y los juegos del calamar

CRÓNICAS DE LA CALLE/ RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA

El papel se muestra serio e inmaculado. Italiano de origen, fabriano por quienes lo elaboran. Sobre la mesa que hace las veces de un pequeño restirador la hojarasca de papel se aplana y conversa con la horizontalidad del escenario.

Frente a frente dibujante y papel se miran a los ojos. Desconozco si me puse aquí o me instalaron frente a este tablero de ajedrez. Nadie dio la orden de empezar a dibujar y lo haré. Dibujar es plena libertad sobre un pedazo de papel sin límites.

Dibujar no siempre significa placer. A veces es un tortura mental, un conflicto entre el subconsciente y la conciencia, una abrupta lucha libre, un encono entre los participantes que realizan el juego interior del artista que en lugar de obedecer su consigna, es no pertenecer, despojar los paradigmas, atreverse a creer y soñar y a un tiempo arriesgar el último tiro de sus municiones sobre un papel inhospito e inquietante.

La percepción es clara ahora y confusa si hago memoria. Con sigilo mis dedos caminan al lápiz estratégicos. Agudo pincel, a veces talache, a veces felino, en otras tlacuache, el lápiz horada la tierra para construir un edificio. Tengo la sensación de que es otro quien piensa.

Abajo del papel está el talento, el pasado tiempo haciendo rayas en los cuadernos, dibujos de casas rústicas con techos de lámina, soles gigantes y abrazadores, árboles con manzanas y pájaros, camiones de redilas, vacas y toros de lidia, hombrecillos delgados de una sola linea, mujeres de pelo largo, rayas que dibujaron el horizonte de todos aquellos días.

Aquí comienza la nueva historia. Los dedos se hincan y presionan el lápiz que comienza a moverse. La imaginación realiza un corto enlace con la realidad simulada y el carbón ejecuta la primera línea curva.

En el génesis el dibujo es un boceto que sirve para medir proporciones, nada definitivo. Sobre ese rayado suave vendrá el severo paso de un rayo o la tierna voz del dibujante que tranquilo transmite su arte. No es un paisaje, más bien por el momento es surrealismo, tal vez un abstracto, me he salido del dibujo y como si los muebles comenzaran a instalarse. Otro dibuja, yo percibo mi ausencia.

Ahora caigo de repente. El sombreado del sombrero comienza a esparcir incertidumbre. La luz ligera es como agua entre los dedos. Quien dibuja y yo todavía no somos uno. Todavía no nacemos. Uno espera al otro. Recojo el lápiz y le saco punta. Mi cerebro delgado como una línea vertical apunta de nuevo al papel que a estas alturas contiene un continente, un pájaro que podría dar la vuelta al planeta.

Enloquecido aún sin prisa el dibujante, no sé si yo también, corremos por el borde, al filo de un precipicio real, cayendo de un tren en marcha debemos llegar a la población más cercana con el dibujo intacto, intenso, dramático e imposible.

En la última batalla peleo contra el dibujante quien detrás de la oreja ha sacado un hacha, con el lápiz intento un círculo que es cortado con una bola de fuego perfectamente trazado, dibujo el agua para apagarlo. Estamos por concluir un destino, una ruta no pensada, una serie de trazos alternos que como caricaturas tendrá vida o será depositado en el cesto de basura como un animal herido en el juego del calamar.

Al ver el dibujo puedo adivinar las malsanas intenciones, el malandrín pase del lápiz soltando una fumarola sobre la discipada niebla nocturna. Es un monstruo al acecho, el dibujo es un Greco, un Picasso en su última etapa, como un Guernica exhumado del cerebro animal y humano.

Al fondo del tercer plano queda el paradigma del dibujante. No reconozco al concursante, al otro que dibujaba, veo hacia un costado de mi cuerpo y continuo en soledad, ni a quien culpar. El cesto de basura empieza a llenarse de obras de arte.

HASTA PRONTO

Por Rigoberto Hernández Guevara

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