Hay una lógica primitiva que ha colonizado el debate político moderno: la idea de que el mundo se divide entre los buenos (nosotros) y los malos (los otros). Como si la historia fuera una telenovela mal escrita donde cada partido representa la virtud o el vicio, la salvación o el infierno, dependiendo del canal que uno mire. No importa la evidencia, los hechos o la coherencia. Solo importa de qué lado estás.
Esta narrativa maniquea es una versión degradada del mito. Los griegos sabían que incluso los héroes tenían sombras. Nosotros, en cambio, nos contentamos con caricaturas. Así, cuando el adversario cae, exigimos justicia implacable. Pero cuando uno de los nuestros tropieza, pedimos comprensión, contexto, matices. Justicia para ellos, presunción de inocencia para nosotros.
El caso reciente de Adán Augusto en México es un ejemplo escandaloso —aunque tristemente común— de esta doble moral. Mientras se lanzan acusaciones lapidarias contra Calderón, García Luna y todo el PAN con la seguridad de quien porta la espada de la verdad, el mismo discurso oficial se vuelve tímido, evasivo y condescendiente cuando el acusado es uno de los suyos. ¿Adán sabía? “No, imposible, él es decente.” ¿Calderón sabía? “Claro que sí, no hay duda.” ¿La diferencia? Una simple: el primero es parte de la tribu, el segundo es el enemigo.
Esta gimnasia moral, donde se exigen pruebas al adversario y se regalan indulgencias al aliado, es más peligrosa de lo que parece. No solo corrompe el debate público: entrena a la ciudadanía en la ceguera voluntaria. Nos volvemos hinchas, no ciudadanos; devotos, no críticos. Y así, cada elección se convierte en un referéndum moral: los ángeles contra los demonios. Pero los ángeles tienen cuentas bancarias, secretos y lealtades igual de turbias que los demonios, solo que las maquillan mejor.
¿Queremos justicia o venganza? ¿Verdad o narrativa? ¿Democracia o sectarismo?
Porque si solo nos indignamos cuando el corrupto es ajeno, no estamos luchando contra la corrupción, estamos negociando el turno para administrarla. Y si solo creemos en el Estado de derecho cuando beneficia a los nuestros, entonces no creemos en la ley, creemos en el poder.
Lo dijo Solzhenitsyn con crudeza: “La línea que divide el bien y el mal no pasa entre partidos, naciones o ideologías. Pasa por el corazón de cada ser humano.” Pero para que eso tenga sentido, hay que atreverse a mirar incluso el corazón de los nuestros. Sobre todo el de los nuestros.
POR MARIO FLORES PEDRAZA