Este período decembrino, vacacional para muchos, me ha permitido realizar poco a poco, con toda calma, un pequeño sondeo que a pesar de su minúsculo tamaño, en mi opinión arroja una gran lección.
El ejercicio lo he llevado a cabo en forma cotidiana sin metodología alguna, al azar, sin segmentos definidos de población y con un universo de opiniones sumamente reducido –alrededor de 30 opinantes– pero a pesar de esos factores, el resultado no deja de ser importante.
Le explicaré:
He tenido la oportunidad de platicar con familiares, amigos y algunos sólo conocidos circunstancialmente, sobre su visión de los partidos dominantes en el Estado, Acción Nacional, el Revolucionario Institucional y de la Revolución Democrática. Los cito, porque los tres significan la gran mayoría de votos que se registran elección tras elección en Tamaulipas.
No le aburriré con todas las preguntas que me atreví a plantearles a esas personas. Sólo me referiré a una en especial, que es precisamente la que más me llamó la atención. La pongo a su consideración:
–Pese a todos los problemas que ha sufrido el partido que le simpatiza, ¿volvería a votar por él?
La respuesta en los casos del PAN y del PRD fue prácticamente unánime: un rotundo sí.
Lamentablemente para el PRI el saldo no es el mismo que el registrado por sus oponentes. De las personas consultadas mediante una plática informal, sólo el 50 por ciento me respondió en forma afirmativa.
¿Por qué la diferencia tan evidente, si los tres institutos han padecido en los meses cercanos escándalos y sainetes que han desnudado en forma cruda sus vicios y errores?
Sin presunciones de sesudos análisis y reflexiones doctorales, en lo personal la respuesta sólo puede ser una: los simpatizantes panistas y perredistas, por lo menos en Tamaulipas, sí tienen la convicción, sobre tormentas y batallas, que su partido sigue siendo el mejor.
¿Por qué no sucede lo mismo en el Revolucionario?
Me atrevo a formular una hipótesis. A lo largo de su historia, el PRI ha formado su base de votos en función de dádivas, beneficios, prebendas, apoyos sociales masivos y sobre todo, del reparto de dinero. Al cambiar esas reglas del juego y cesar o reducirse ese modus operandi, también se modificó la respuesta popular, en quebranto de la que pensaban era monolítica unidad tricolor. En la forma, logró comprar durante décadas la decisión ciudadana, pero en el fondo nunca convenció a los votantes de que es el mejor partido. En esta modesta prueba se refleja esa realidad que no aplica entre panistas y perredistas, que en medio de exhibiciones de corrupción, prácticas inmorales, protección a delincuentes y otras lindezas semejantes, siguen conservando en forma sorprendente a sus simpatizantes.
Es una lección que no sé si aún esté a tiempo el PRI de aprender y sobre todo, de sacar provecho de ella. Por lo menos, no parece que la hayan percibido ni sus jerarcas nacional y estatales, ni sus líderes verdaderos.
Lo que sigue para el PRI en el 2015 es nadar contra la corriente. El problema no es recuperar la confianza de sus seguidores, sino empezar –apenas empezar– a convencerlos de que el Partido está por encima de las flaquezas de sus hombres y mujeres, que es precisamente de lo que han hecho el PAN y el PRD su piedra filosofal para convertir al plomo en oro.
Sólo veo un camino para alcanzar esa credibilidad social. Elegir como candidatos a quienes realmente tengan la simpatía y el apoyo popular.
Y sobre todo, con la solvencia moral que les permita, como asienta el poeta: cruzar el pantano sin manchar sus plumajes…
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