El frío camina sobre los miles de rostros que rodean al Central Park mientras comensales mueven el bigote o lampiños erizan su piel entre mordidas de los hotdogs.
Perros calientes que ascienden y descienden en las escalinatas del Museo Metropolitano.
A lo largo de la avenida se desprenden autobuses y helicópteros que acarrean los sueños de una ciudad que parece de día, que parece de noche entre los ruidos y los cientos de gritos de los vendedores de souvenirs y de viajes al vapor sobre el manto frío y compulsivo del río Hutson.
Nueva York es Nueva York en su extraordinaria belleza y en los esqueletos de las decenas de árboles que esperan la llegada de esta primavera invernal.
Mientras se dibujan las hermosas mujeres en Times Square cubiertas de anuncios luminosos que alumbran paradójicamente al día. Los niños, las jóvenes son estrellas de televisión, famosas en cinco segundos según reza el slogan. Y el Museo MOMA traduce las expresiones más inquietantes de este instante de una ciudad que nos abraza amorosamente bajo el liderazgo de los pintores y escultores que eradian desde la computadora los crispantes y emocionantes corazones de una centena de espectadores que en olas van entrando con sus guías estéticos. Se alzan los edificios y los cristales, enormes cristales son espejos de viento entre las pocas nubes y el intenso frío que se reparte en los botes que circulan a Manhattan.
Los puentes se columpian de acero y parecen inamovibles serpientes que alteran día y noche la vida de esta enorme y prodigiosa ciudad.
La ciudad es un arte y se integran a esta obra de arte miles, tal vez millones de gentes.
