Con el riesgo de que los pocos que se atrevan a leer estas líneas tuerzan el gesto y piensen fastidiados, “otro más que habla de El Chapo”, no resistí la tentación de intentar una reflexión personal sobre la nueva fuga de Joaquín Guzmán.
Y es que en ella, se encierran varios “más allá”.
Más allá del impacto político, más allá de las repercusiones delictivas, más allá de la confiabilidad en las instituciones de seguridad y más allá de la imagen del Gobierno federal –entiéndase Enrique Peña– una verdad nos debe quitar el sueño a los mexicanos:
Las cárceles nacionales, sirven para muchas cosas, la mayoría ilegales, pero para lo que casi no tienen valor, es para alejar a los criminales de la sociedad. Precisamente para lo que fueron construidas.
Las cifras que lo demuestran, son en verdad demoledoras.
Sólo en tres años, del 16 de mayo de 2009 al 19 de febrero de 2012, huyeron de reclusorios mexicanos, 458 reos. Todos, en fugas masivas. Y para colmo, de esa cifra, 336 escapes se perpetraron en los, por mucho tiempo llamados, CERESOS tamaulipecos.
La pregunta obligada –y tal vez sería mejor no contestarla– sería entonces:
¿Para qué sirven las prisiones de nuestro país?
Una respuesta chispeante podría ser una anécdota victorense, que narra la llegada tres décadas atrás de un conocido abogado al penal de la capital tamaulipeca, dirigido en ese entonces por Manuel Robles, por muchos años mandamás en esa prisión.
Al presentarse, el jurista le entregó a Robles una orden judicial para liberar a un interno. Manuel, en tono festivo, le respondió: ¡Usted puede llevarse a todos!
El abogado, con voz agria, le respondió: ¿Cuáles?… el único tonto que está adentro es el mío. ¡A todos los demás los traes afuera…!
Así se cocían las habas antes. Y hoy, nada parece haber cambiado…
DE PRIMERA, SEGUNDA Y TERCERA
En teoría, sería una decisión encaminada a estimular a los concesionarios del transporte público, para adquirir mejores unidades, atraídos por mayores ganancias.
En la práctica y en mi opinión –odio expresarlo de esta manera– sería crear una escala de usuarios de primera, de segunda y de tercera.
Me refiero a la posibilidad cada vez más cercana de implantar en Tamaulipas la tarifa diferenciada para el servicio público mencionado, sistema que de aprobarse conforme al proyecto presentado por la SEDUMA y que ya se analiza, establecería tres niveles de pago.
El más caro sería de 10 pesos, para quien utilice vehículos modelo 2015 y posteriores, seguido por la tarifa de 9 pesos para las unidades desde 2014 hasta diez años hacia atrás y el más barato cobraría 8 pesos para vehículos modelo 1994 y anteriores. En este último caso, para quien se anime a transportarse en chatarras, con todo y sus riesgos.
Me alegro mucho por quienes tengan la posibilidad económica de abordar un flamante microbús nuevo, con todas las comodidades que eso significa y sobre todo, con el rango de seguridad que debe disfrutar un pasajero, pero me da grima pensar que quien sólo tenga 8 pesos se vea obligado u obligada a enfrentar los riesgos de llegar tarde o no llegar a su trabajo o escuela por una tan usual descompostura del autobús, que tenga que encarar la mayor probabilidad de sufrir un accidente por las malas condiciones de la unidad y que esté condenado a padecer los calores infernales y asientos maltrechos de un microbús con veinte años o más de vida sobre ruedas.
Discúlpenme, pero no puedo verlo de otra manera. Sería primer mundo para quien tenga dos pesos más por cabeza, así como segundo y tercero para quien tenga uno más o dos menos, respectivamente.
Qué bueno que lleguen a prestar servicio unidades nuevas, cómodas y seguras. Qué malo que sólo puedan disfrutarlas quienes tengan más dinero.
¿No se supone que el transporte público es precisamente para quienes menos tienen…?
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