Kurt von Hammerstein-Equord, el general rojo que se opuso a Hitler, tuvo la clarividencia y el tino de clasificar así a los seres humanos en un manual militar de los años treinta:
“Divido a mis oficiales en cuatro grupos. Los inteligentes, los trabajadores, los estúpidos y los perezosos. Normalmente dos características se combinan. Algunos son inteligentes y trabajadores: su lugar es el Mando General. La mayoría son estúpidos y vagos: significan el 90% de todos los ejércitos y son adecuados para los trabajos rutinarios. Cualquiera que sea a la vez inteligente y vago está cualificado para las tareas más elevadas de liderazgo, porque posee a la vez la claridad intelectual y la compostura necesarias para las decisiones difíciles. Uno debe tener cuidado con los estúpidos y trabajadores: no se les debe confiar ninguna responsabilidad porque solo causarán problemas”.
Esta cita clásica de la cultura de oficina que lleva décadas colgada en los despachos de todo el mundo explica también una de las grandes injusticias de Internet: el triunfo de los mediocres.
Es fácil que los inteligentes trabajadores y los vagos (sean o no estúpidos) pasen inadvertidos. Pero en la red no existen límites para alguien tonto y constante. El bloguero no muy dotado pero que escribe cada día hasta ser considerado un experto. El profesional que no para hasta que es conocido en todo su sector. El tuitero que comenta todo con todos hasta que su opinión acaba siendo tenida en cuenta.
Los algoritmos de las empresas de Internet imitan el algoritmo de nuestro cerebro. Facebook favorece al pesado que no para de contar su vida y al que no podemos dejar de cotillear. Google, a los medios que inundan la web de cientos de noticias idénticas cada día pero en las que no paramos de teclear. LinkedIn, a los que hacen delnetworking su verdadero trabajo y que añadimos como un cromo a nuestra red. YouTube, al que es tan regular en su exhibicionismo que odiamos con fidelidad.
Nuestro cerebro está programado para premiar los estímulos constantes con la familiaridad. No hay tiempo para decidir si esa persona nos suena porque se lo merece o porque simplemente estamos hartos de ver su nombre en
nuestras redes. Es el lado oscuro de la empatía, el que nos lleva a favorecer a los nuestros y temer al otro.
En Internet no existe atención suficiente para atender al pudoroso, al introvertido, al discreto, al diamante en bruto, a no ser que aprendan las técnicas del trol, del exhibicionista, del narcisista, del estúpido laborioso.
Como muestra está Casandra, una chica anónima en su entorno físico, pero figura asidua en las redes. Nadie la sigue, si no sube un selfie cada día. Usted decida cuál es la mezcla que la define.