El papa Francisco es sin duda un reformador en varios de los temas tabú de la Iglesia católica.
De alguna forma se podría pensar que tiene el empeño de traer a la Iglesia al siglo XXI (en muchos temas se quedó atorada en el siglo XI).Quizá logre acercarla un poco más a la actualidad, aunque no enteramente (la jerarquía católica siempre ha mostrado grandes resistencias a la actualización).
Algunos le critican lo limitado de sus posiciones, pues si bien las defiende a nivel declarativo, no llega a aterrizarlas en propuestas concretas; niega que las mujeres puedan ser ordenadas (es que, decía Paulo VI, Jesús y los apóstoles eran todos hombres), que termine el celibato sacerdotal (inventado en el siglo XI), que se libere la irracional política contraceptiva de la Iglesia (si se busca que no haya abortos, entonces mejor prevenir los embarazos no deseados, ya que la abstención sexual no es opción realista en esta época, y en realidad nunca lo fue, ni siquiera para los propios prelados católicos, en su mayoría).
Tampoco se aceptan cambios importantes respecto de la comunidad homosexual, más allá de una política más genuinamente cristiana y menos farisea por parte de Francisco (¿quién soy yo para juzgarlos?).
El Papa podría no ir más allá de sus declaraciones y limitadas propuestas de cambio, bien por convicción propia (es reformador, no revolucionario) o bien porque sabe que más vale dar algunos pasos adelante que ninguno (y las propuestas más avanzadas por lo pronto no pasarán en la rancia jerarquía católica).
Francisco no es el primer Papa reformador. Los ha habido antes, pero en realidad muy pocos (Juan XXIII también lo fue). Se puede decir que hubo un cambio cualitativo en la posición y apertura de los papas a varios temas —antes tabú y dogmas de fe— desde que la Iglesia perdió el poder temporal cuando la unificación italiana de Víctor Manuel II.
Pío IX, quien enfrentó dicha tragedia (para la Iglesia, desde luego), se encerró en sus posiciones obtusas. Pero sus sucesores poco a poco reconocieron que las sociedad los había rebasado, y hubieron de adecuarse a algunas de las ideas modernas. Pero ha sido un cambio lento.
Por ejemplo, el papa Gregorio XVI proclamaba en pleno siglo XIX: “De ninguna manera es legal exigir, defender u otorgar libertad incondicional de pensamiento, o de habla o de escritura, o de religión, como si fuesen tantos derechos que la naturaleza ha dado al hombre”.
Y tan tarde como en 1864, el Syllabus del propio Pío IX expresaba como errores a combatir “estas opiniones falsas y perversas de democracia y libertad individual (pues) son tanto más detestables, por cuanto ellas… estorban y proscriben esa influencia saludable que la Iglesia católica… debiera ejercer libremente”.
A la libertad de expresión, la consideraba, evocando a San Agustín, “la libertad de perdición”. Posteriormente, ya en pleno siglo XX, Pío X reconoció el cambio social, pero pensaba que no debía alterar a la Iglesia en sus dogmas, creencias y prácticas. “En efecto, los tiempos han cambiado considerablemente, pero nada ha cambiado en la vida de la Iglesia”.
Ésta debía quedar congelada en el tiempo, pese a los vertiginosos avances en la cultura, la técnica y los conocimientos de la sociedad.
Es hasta el pontificado de Juan Pablo II que se reconoció el error cometido con Galileo (es decir, con la ciencia como método de conocimiento natural).
Con todo, los papas del siglo XX fueron ya abriendo —a veces con dificultad— el criterio eclesial ante lo incontenible del cambio social y la modernización cultural.
De ahí la dificultad para los papas reformadores (como Juan XXIII, Juan Pablo I, cuyo pontificado duró sólo un mes, ante su decisión de revisar las cuentas del Banco Vaticano e investigar a sus responsables, y ahora Francisco) para impulsar el avance en la perspectiva, valores y costumbres de una institución anquilosada, obstinada en permanecer rezagada respecto al mundo. A ver hasta dónde puede llegar el actual pontífice en esa difícil empresa.
www.trilogiadelaconquista.com