Un trabajo del periodista Carlos Juárez da cuenta hoy de lo que en los hechos es una “licencia para espiar”, otorgada a diversos funcionarios de corporaciones de justicia y policíacas.
Será legal para algunas instituciones, señaladas en forma concreta, conforme a lo publicado en el Periódico Oficial, escuchar y grabar conversaciones telefónicas de involucrados en hechos ilícitos, especialmente de la delincuencia organizada, a petición de los facultados para solicitar esa intervención, quienes no requerirán de la orden de un juez.
Al margen de que esa práctica es tan vieja como el tiempo y tan normal en ese entorno como la salida diaria del sol, la pregunta que surge natural en relación con esas acciones sería:
¿Cómo se va a determinar cuáles personas son presuntos infractores de la ley, para como se dice coloquialmente, “colgarles pájaros en el alambre”?
La medida en su origen conlleva, nadie lo puede dudar, un objetivo positivo, porque en teoría permitirá reducir el número de crímenes, cualesquiera que sean éstos. Hasta ahí, todo marcha sobre rieles.
Pero, qué caray, estamos en México.
La verdad es que antes de contar con una base legal para estas actividades, el espionaje telefónico ya ha sido usado y sigue usándose como herramienta para obtener información, moral aparte, no sólo en materia de seguridad pública, sino en el terreno político, en el empresarial y hasta –gulp– en el plano personal. Imagínese ahora lo que sucederá con el respaldo de la ley.
En esas condiciones, de no ejercerse un estricto control en ese terreno, todos los ciudadanos y ciudadanas, jóvenes y adolescentes, podremos alegremente ver invadida nuestra intimidad por la presunción de que “podríamos cometer un delito”. Si nadie estaba a salvo en el uso privado de un teléfono antes de esa licencia para espiar, ahora no sólo seguiremos sufriendo esa intromisión, eso, sino que también estaremos en riesgo de ser considerados delincuentes en potencia, para darle legalidad a ese espionaje.
Y no termina esta historia en el terreno de la seguridad pública, donde por polémico que pueda ser este marco jurídico, por lo menos persigue una meta de beneficio común y de protección social. No, el espionaje telefónico va mucho más allá de una oficina policíaca.
Cualquier vecino, amigo o compañero de trabajo puede tener, si se lo propone, un equipo de rastreo que permite seguir las llamadas comunes –las encriptadas son más difíciles– de quienes pensamos que nos comunicamos en santa secrecía y en realidad nutrimos generosamente los archivos de docenas de equipos instalados en casas particulares, auspiciadas por Perico de los Palotes, en donde registran santo y seña de las conversaciones entre amigos, familiares, socios, compadres y algunas otras relaciones menos públicas pero más divertidas.
¿Quién se ha tomado la molestia de tratar de frenar ese espionaje?
Su servidor por lo menos, no ha visto acción concreta alguna en ese sentido. En el medio particular, de acuerdo a denuncias presentadas por víctimas de esos actos, forman una respetable cifra quienes ofrecen sus servicios por invadir la privacidad de cualquier persona o personas y nadie parece tomar en cuenta ese tipo de actividades ilícitas.
Qué bueno que la ley tenga medios nuevos para enfrentar a la delincuencia. Si funcionan, deben dar resultados a favor de todos nosotros. Eso debe aplaudirse en todos los espacios.
Y qué bueno que hubiera una autoridad superior que vigilara de cerca a quienes ahora tienen esas facultades extraordinarias, para impedir esa parte de la naturaleza humana que es cometer abusos, cuando se maneja una cuota de poder…
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