Árboles, árboles, los que teníamos antes, frondosos, fuertes y cargados de urracas, esos árboles rapados que nuestro apreciado Pedro Montemayor sembró hace más de 30 años, en verdad nunca me gustaron.
En el proyecto de restauración de la Plaza Juárez esperamos que los árboles sean de fronda, que recuerde una nube cargada de agua pleno de hojas. Árboles verdes con mirada de higuerón y brazos de roble. Árboles gigantes, como los que miramos cuando eramos mocosos. Árboles, árboles, que den sombra con la alegría aún en el calor loco que se deja caer en los veranos. Árboles de flor abierta, lindos árboles.
No me gustan los árboles chaparros, que si bien dejan ver la arquitectura son como fantasmas, remedos de árboles. Para la Plaza Juárez me gustaría árboles señores, de mágica fronda, de brazos fuertes para cargar niños y niñas.
Así como las plaza de Morelia, de Guanajuato, de Guadalajara o Puebla. Árboles majestuosos, que sean el aeropuerto de ardillas, pájaros de color y urracas, aunque nos zurren. Árboles donde los perros se hagan de las aguas, o sea orinar.
Esos arbolillos pendejos, que si bien es cierto, que mi amiga, la Señora Árbol, Teresa Bahesa, causó enojo por ser talados no valen un buen árbol. Son leña de otro hogar.
Que planten buenos árboles, orgullosos y soberbios. Y que pongan más bancas para las decenas de novios cachondos que las toman como si fueran recámaras y se agasajan en un culeo total.
Bancas duras y bellas como las de Mc Allen, no esos remedos de bancas de fierro dulce o colado que no valen un cacahuate.
Piso firme y bello, que sea marco para la plaza solariega, el patio de mi casa por tantos años.