En estos tiempos que parecen desvanecer en los mexicanos la noción de su propia identidad y de su lugar en el mundo, arrastrados por un proceso de globalización que apenas disfraza su carácter neocolonial, se vuelve indispensable la vuelta a los orígenes y la redefinición de las culturas que nos conforman. De ahí la relevancia que entraña el homenaje rendido a Miguel León-Portilla en su noventa aniversario quien, más allá del personaje incansable, idealista y entusiasta, ha sido el más penetrante explorador del universo cultural de nuestros antepasados.
Todas las iconografías que se han publicado sobre Miguel, desde la niñez hasta ahora, reflejan la sorprendente vigencia de una misma actitud vital: transparente, honesto, sonriente y dotado de una perene capacidad de asombro. Historiador, lingüista, antropólogo, etnólogo y filósofo, ha sido ejemplo de probidad académica y congruencia intelectual. Un mexicano creativo, despojado de prejuicios y con la actitud de aprender y transmitir algo nuevo cada día. Ha penetrado como pocos la substancia y la redondez del México antiguo.
Heredero de dos grandes influencias: la de Manuel Gamio –fundador de la moderna antropología en nuestro país- y la del padre Ángel María Garibay – máximo traductor y difusor del tesoro literario náhuatl-. Sus preocupaciones intelectuales lo llevaron desde un principio al conocimiento del indigenismo americano, aparentemente amorfo, con distintos tiempos y realidades que reflejan una misma cosmovisión. Su precoz obra teatral “Quetzalcóatl, el drama del hombre en el tiempo”, le otorgó a León-Portilla la oportunidad de que Garibay dirigiera su tesis doctoral “La filosofía náhuatl” que le valió una sólida reputación académica.
Desde entonces ha sido un promotor esclarecido del pensamiento de los antiguos mexicanos y de su conocimiento a través de la lengua; difusor de la poesía que, liberada de su lastre referencial, expresa la singularidad del ser indígena, tanto en los autores antiguos como modernos que preservan su pureza y naturalidad. En esa línea destacan obras como Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares de 1961, hasta La tinta negra y roja. Antología de la poesía náhuatl de 2008. Esta veta permitió trascender el conocimiento de nuestro pasado, más allá de la arqueología, de los códices e incluso de la historia antigua. Hizo entenderla como una cultura viva e irremplazable.
Su obra más leída y posiblemente la más traducida de un autor mexicano “La visión de los vencidos” es prueba plena de que la Conquista no fue un hecho unilateral, ni sólo una implantación forzada de valores, creencias y obras civilizatorias ajenas, sino -como él mismo lo sugirió cuando el quinto centenario-, un “encuentro entre dos culturas”. En ese sentido es una aportación mayor de la teoría de la relatividad en la historia, tanto como un argumento contra las tesis evolucionistas difundidas por el positivismo y su pasión por la mestizofilia.
A principios del siglo XX, Samuel Ramos había afirmado que del análisis de las evidencias “no existió filosofía ni ciencia en el mundo prehispánico, que sólo hace patente un pensamiento mágico, una respuesta mítica al problema del mundo y de la existencia”. Según esa tesis, la razón no posee el mismo rango que en occidente, desdeñando que el raciocinio humano se expresa de maneras diversas y que le pensamiento mítico y religioso está presente en todas las culturas.
A mayor abundamiento, la teoría de “la invención de América”, según la cual la existencia de nuestro continente fue prefigurada en la imaginación del Medioevo, también refleja, del otro lado del atlántico, un pensamiento mítico. León–Portilla ilustra que los pueblos nahuas “tenían preocupaciones éticas, buscaban el perfeccionamiento de la persona, contemplaban y se conmovían ante lo bello, preguntaban por el origen y destino del mundo y de su pueblo”. A la pregunta sobre cómo llamar a todos estos intereses humanos, responde: la palabra es filosofía.
Los términos con que se nombran las cosas no son propiedad exclusiva del pueblo que los utilizó originalmente. Ese el pecado discriminatorio del etnocentrismo. Hace muy poco tiempo que México se reconoció constitucionalmente como una nación pluricultural, aunque no actuemos ni pensemos en consonancia con esa definición. León-Portilla abrió una brecha de comprensión, aunque hemos tardado demasiado en entender que la identidad nacional reside en el desarrollo de todas sus culturas.